Lurralde inves. esp

25 (2002)

p. 183-196

ISSN 1697-3070

 

 EL PAISAJE NACIONAL Y LOS LITERATOS DEL 98 :

EL CASO DE AZORÍN

 

Recibido:2002/10/15

Aceptado:2002/12/29

© Carlos LARRINAGA RODRIGUEZ*

 

Universidad del País Vasco

Facultad de CC. Sociales y de la Comunicación

Departamento de Historia Contemporánea

Apartado 644

48080 Bilbao

  

 

LABURPENA

XIXgarren mendearen erditsuan, erromantizismoaren menpe, Espainiako intelektual eta margolari batzuk paisaia gisa desberdinaz baloratzen hasi zen. Horregatik honek idazlari eta artista askoren obran parte hartu zuen. Abertzaletasun kulturaleko ideien arrakastak aberriko historia eta geografiaren birbalorazio aisatu zuen. Paisaia, beraz, aberri espainiarraren osagai propioa bihurtu zen, baina paisai hau gaztelarra batez ere zen. Behintzat, horrela 98 generazioaren idazlariek, Azorín bereziki, adierazi zuten.

Gako hitzak: paisaia, geografia, abertzaletasun, nazionalismoa, 98 generazioa, Azorín, Espainia.

RESUMEN

A mediados del siglo XIX algunos intelectuales y pintores españoles, imbuidos en buena medida por el romanticismo, empezaron a valorar de manera distinta el paisaje, de forma que éste pasó a formar parte de la obra de numerosos escritores y artistas. El éxito de las ideas de un nacionalismo de tipo cultural dio paso a una revalorización de la historia y de la geografía nacionales, de suerte que el paisaje se convirtió en un elemento propio de la nación española. Un paisaje referido fundamentalmente al castellano, tal como lo expresaron los literatos de la generación del 98, en especial, Azorín.

Palabras clave: paisaje, geografía, patriotismo, nacionalismo, generación del 98, Azorín, España.

SUMMARY

In the mid-nineteenth century, some Spanish intellectuals and painters, inspired by the romanticism, started to value, in a different way, the landscape, which became part of the work of many writers and artists. The success of the cultural nacionalism was a step towards the revaluation of the national history and geography. Thus, the landscape became a typical element of the Spanish nation. It was a landscape basically referred to the Castillian one, as it was expressed by the 98 generation writers, specially Azorín.

Key words: landscape, geography, patriotism, nacionalism, 98 generation writers, Azorín, Spain.

 

0 Introducción

De la misma manera que el concepto de nación no ha sido igual en todas las épocas y ha ido variando a lo largo de la historia, tampoco la percepción de la naturaleza ha sido la misma. En la medida en que el nacionalismo fue teniendo cada vez más fuerza en el siglo XIX y paralelamente se fue constituyendo un concepto de nación diferente, el sentimiento hacia la construcción que llamamos paisaje fue igualmente alterándose, impregnándose de unas connotaciones cada vez más nacionales, de manera que las relaciones entre el paisaje y la nación llegaron a ser tan fuertes que terminaron derivando en la idea de paisaje nacional, como aquél propio de una nación determinada, en este caso, la española. Precisamente, y como no podía ser de otra manera, en este proceso los intelectuales jugaron un papel fundamental, destacando, sobre todo, los escritores de la generación del 98, principalmente, Azorín. Por eso, en este trabajo pretendemos analizar la obra más representativa de este autor en este sentido, con el fin de estudiar la estrecha relación que él establecía entre el patriotismo y el paisaje, fruto, a la vez, de un mayor y mejor conocimiento de la geografía nacional.

1.- El descubrimiento del paisajes en el último tercio del siglo XIX

Los años centrales del siglo XIX supusieron, desde el punto de vista cultural y político, el triunfo y la irrupción respectivamente de dos movimientos que pronto estrecharon mucho sus lazos, el romanticismo y el nacionalismo. Así, para un europeo de dicha centuria la nación y la conciencia de pertenecer a ella constituyó el elemento justificativo de una colectividad organizada en el presente y lo que le daba su identidad. La nación, tal como se concibió entonces, se fundamentaba en una peculiaridad radical que distinguía a unos pueblos de otros. El sentimiento de pertenencia a una colectividad derivaba de signos de identidad con origen en el pasado, en la historia común. De ahí la importancia que esta disciplina adquirió para las artes plásticas y para la propia literatura. La historia, entendida como un conjunto de gestas heroicas, individuales o colectivas de una nación, sirvió para determinar la conciencia de identidad colectiva. Es por ello que la pintura con temas históricos fuese durante el s.XIX la de carácter oficial por excelencia.

Esta situación cambió a finales del s.XIX y principios del XX, cuando también lo hicieron las teorías acerca de la historia. Durante el s.XIX la historia era el producto de la acción individual de héroes singulares. A finales de esa centuria, sin embargo, los individuos fueron sustituidos por las masas y, sobre todo, lo individual se percibió como producto de la influencia exterior. La impronta del positivismo en este cambio de actitud resulta ser harto evidente. En este sentido, el caso de Rafael Altamira resulta bastante significativo, ya que en su Historia de la civilización española afirmaba que los dos factores de la civilización eran el hombre y la naturaleza y que gran parte de la Historia consistía en la lucha del hombre con aquélla. La naturaleza, por tanto, se convertía en un elemento esencial para captar una realidad pasada, que ya no era la gesta heroica como en décadas anteriores. Desde entonces el conocimiento del paisaje se convirtió en un instrumento esencial para comprender la "psicología del pueblo español".

Ahora bien, el paisaje como tal no existe, ya que consiste en una construcción hecha por el observador. Lo que existe en verdad es la naturaleza que, a la vista del que mira, se convierte en paisaje. Este, por consiguiente, es cualquier fragmento del mundo en cuanto es contemplado. Exige, por esencia, un observador. De ahí que el paisaje se defina siempre en relación con su contemplador, es decir, en función de la posición que éste ocupe en el espacio. Para Azorín, "el paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos, sus tártagos"[1].

En la medida en que un número cada vez mayor de escritores y artistas fue prestando más atención al paisaje, éste terminó convirtiéndose en un género de primera magnitud. Lo cual fue, sin duda, una novedad en la pintura española, ya que hasta entonces aquél había sido considerado como un género menor, superficial e intranscendente, que no aportaba prácticamente nada a esa lección moral que entrañaba la pintura de la historia. Eso explica la tardanza en crearse cátedras de paisaje en los estudios de Bellas Artes. Aunque se cultivara el paisaje, no era el propiamente nacional, sino el nórdico, puesto que se pensaba que tan sólo la naturaleza del norte era capaz de proporcionar la idealización y el misterio necesarios para el género. Por lo demás, la única excepción regional respecto de este descuido del cultivo del paisaje se dio en Cataluña, donde este tipo de pintura enraizó de manera profunda desde mediados del s.XIX.

En España, sin duda, fue Carlos de Haes el autor que más influencia tuvo en lo que a la pintura del paisaje se refiere. Pintor belga instalado definitivamente en España a mediados del s.XIX, tuvo numerosos discípulos, los cuales contribuyeron a difundir este tipo de género. Si bien es cierta su predilección hacia los paisajes norteños, la verdad es que sus modelos empezaron a evolucionar con el tiempo, de suerte que poco a poco comenzó a reflejar también otros paisajes, como el del Guadarrama, objeto de mayor atención por parte de los pintores que le siguieron.

Ahora bien, esta importancia del paisaje no sólo se manifestó en la obra pictórica de Haes y sus discípulos, por ejemplo, sino también en la propia literatura. De hecho, pronto quedó articulada una justificación intelectual y literaria del paisaje. En efecto, fue la generación de 1868, encabezada por Francisco Giner de los Ríos, la que llevó a cabo la revalorización del paisaje dentro del universo intelectual español de la segunda mitad del siglo XIX. En su opinión, el hombre se inscribe en el paisaje como un componente natural más, como un elemento que pertenece al orden de la naturaleza, de suerte que tenía la convicción de que el paisaje expresa la íntima conexión entre el hombre y su ambiente natural[2]. Así, en 1876 Giner empezó a visitar a pie los pueblos cercanos a Madrid, especialmente El Pardo. En el verano de 1883 atravesó con algunos colaboradores y alumnos la sierra de Guadarrama por primera vez. Además, los geólogos relacionados con la Institución Libre de Enseñanza fueron detrás, estudiando su relieve. Para Giner, el Guadarrama era como un poema escrito en piedra, de suerte que subir a la sierra era casi una iniciación que debían cumplir todos los alumnos de la ILE. A los krausistas españoles se debe, pues, según Javier Varela, la invención de un paisaje nacional, la configuración de Castilla en símbolo y mito nacionalista[3].

Aureliano de Beruete, estrechamente vinculado a la ILE, fue uno de los primeros pintores que dedicó parte de su obra al paisaje de Madrid. De hecho, reflejó en sus cuadros los paisajes favoritos de los krausistas: Toledo, el Guadarrama y los alrededores del Pardo. Era un paisaje sobrio y pobre de color, destacando las formas del relieve y siempre directamente del natural. Era un paisaje que reflejaba perfectamente el ideario de Giner, para quien el género paisajístico había dejado de ser algo menor. A la postre, sus planteamientos estéticos estaban muy relacionados con los de su carácter pedagógico. En su opinión, para conocer y desentrañar la historia y el ser de España era preciso aprehender la realidad inmediata. El acercamiento al paisaje, pues, era un modo de aproximarse al conocimiento del orden natural del mundo y del lugar que el hombre ocupaba en él[4]. Las excursiones, pues, figuraron entre las actividades más importantes de la ILE, con la finalidad de elevar el espíritu con el espectáculo de la naturaleza, fortalecer el carácter y fomentar el sentimiento nacional. Así, en 1886 surgió la Sociedad de Amigos del Guadarrama y discípulos directos de Giner o influidos por él fundaron en 1908 el Club Alpino Español.

De esta manera, pues, se habían sentado las bases de lo que pocos años más tarde primaría en los autores del 98, el paisaje, en especial el castellano. Porque, a pesar de que la influencia de Giner fue mayor en la Institución Libre de Enseñanza, lo cierto es que su huella es patente en otras esferas, en especial en los autores de la generación del 98, quienes supieron tomar del maestro krausista su amor por el paisaje castellano y su gusto por el excursionismo.

2 El paisaje en la literatura de la generación del 98

Los autores del 98 llegaron a entablar un verdadero diálogo con el paisaje a partir de dos hechos concretos, de dos bases reales, tal como ha apuntado Martínez de Pisón, a saber: primero, sobre una realidad geográfica, una configuración espacial que hoy ya no es reconocible en muchos casos; y, segundo, su imagen de España se estableció en una circunstancia histórica precisa y en un marco político, científico y cultural concreto[5]. Ahora bien, en el movimiento intelectual y político promovido, entre otros, por Mallada, Macías Picavea o Costa, se trataba de dar una visión realista del territorio español, aunque fuera áspera, y de conseguir una reparación activa de los inconvenientes físicos que se oponían al progreso. De ahí que Costa pretendiera acabar con la sequedad de España, y, por ende, con su atraso, a través de un "sistema arterial hidráulico".

Para los noventayochistas, y el caso de Azorín es paradigmático, el paisaje no debía ser transformado. En el paisaje, tal como era, sin alteraciones, se daba el verdadero encuentro de la identidad colectiva del pueblo español. Las vertientes sobre el paisaje estaban, pues, claramente diferenciadas. No es de extrañar, por tanto, que despertara en estos autores la geografía, considerada como base del patriotismo, algo, por otro lado, en que también había insistido el programa de la ILE. Los hombres del 98 buscaban en el paisaje el mensaje secreto, otra escritura más oculta, unas esencias tras lo aparente, porque las formas tienen, como afirmaba Unamuno, un "dentro", igual que los hombres. La tierra, en especial Castilla, tiene alma. El paisaje era, pues, una vía para adentrarse no sólo en lo geográfico, sino también en el espíritu. Según Martínez de Pisón, "era una expresión concentrada de nuestra identidad colectiva- el paisaje como patria-, una concreción de una realidad más dilatada, un espejo acumulador cuyo reconocimiento permite ver lo real y comenzar un proceso de devolución de España a sí misma"[6].

La naturaleza dejó de ser mero decorado, como había sucedido en Pardo Bazán o Blasco Ibáñez, por ejemplo, y pasó a ser interpretada personalmente de diversas maneras, convirtiéndose así en un tema principal de sus obras. Algunos la vieron como una realidad exterior capaz de simbolizar estados de ánimo. Otros encontraron un sentido espiritual en ella. La mayoría estableció una correspondencia entre la naturaleza y una realidad más profunda. Para Azorín, un escritor era tanto más artista cuanto mejor sabía interpretar la emoción del paisaje[7]. Les interesaba el paisaje por el paisaje. El paisaje hecho pintura, de suerte que describían la naturaleza como si pintasen un lienzo, al aire libre. Pero gustaban de un paisaje visto a unas horas determinadas, al amanecer y al anochecer, que eran las de los pintores como Darío de Regoyos. Sólo esas luces ocres, de colores suaves, propiciaban la comunión mística con el paisaje. De ahí que no sintieran simpatía hacia la pintura de Sorolla, plena de luminosidad. Así lo expresaba el propio Azorín:

“Yo quisiera expresar con palabras sencillas todo el encanto que las cosas –un palacio vetusto, una callejuela, un jardín- tienen a ciertas horas. (...) Son las ocho de la mañana: si sois artista, si sois negociante, si queréis hacer una labor intensa, levantaos con el sol. A esta hora la Naturaleza es otra distinta a la del resto del día; la luz refleja en las paredes con claridades desconocidas; los árboles poseen tonalidades de color y de líneas que no vemos en otras horas; el horizonte se descubre con resplandores inusitados, y el aire que respiramos es más fino, más puro, más diáfano, más vivificador, más tónico. Esta es la hora de recorrer las callejas y las plazas de las ciudades para nosotros ignoradas”[8].

De esa naturaleza, o mejor, de ese paisaje, interesó principalmente a los literatos del 98 el castellano. El mito castellanista hablaba de una Edad de Oro en una larga Edad Media que llegaría hasta el siglo XVI. Esa habría sido el momento privilegiado en el que se formó y cuajó la nacionalidad española. Esencia de lo español que se manifestaba en la lengua, en las artes y en las letras. Se trataba de un período formador de un carácter fuerte, hecho de voluntad, acción, nobleza, austeridad, honor y fe. Tras esta fase de gloria, España se había visto sumida en una larga etapa de decadencia o declive de la energía castellana, de repliegue político, de pobreza y agotamiento y de desespañolización en el arte y en la literatura[9]. Así, lo mismo que los pintores, estos escritores describían de manera realista la decadencia castellana, llegándose a establecer un auténtico paralelismo, aparte de admiración mutua, entre ellos y Regoyos. O entre ellos y Zuloaga, muy apreciado por los tipos y los paisajes castellanos que el pintor vasco recogió en sus lienzos.

Describieron el paisaje castellano con crudeza. En sus andanzas por esas tierras aparecían visiones de iglesias rotas, caserones abandonados y cafés solitarios; tierras resecas, sin árboles ni caminos; en fin, campesinos miserables y harapientos. Figuras grotescas muchas veces al estilo de las pintadas por Zuloaga. El pueblo de Castilla, pues, era un pueblo muerto. Ahora bien, aunque el paisaje era sombrío y desolador, estaba vivo. De forma que se daba la paradoja de que lo vivo en ese pueblo muerto de Castilla era el paisaje. Por eso la promesa de resurrección residía en la naturaleza. Algo, por otro lado, que no fue exclusivo de estos literatos del 98. En efecto, en opinión de Javier Varela, "el amor a lo que se hunde y desmorona, el reconocimiento de que la ruina y la muerte pueden actuar no sólo como narcótico, sino también como estimulante de la energía es, sin duda, un tópico de la cultura modernista europea del fin de siglo"[10].

No se trata, por consiguiente, de un paisaje neutro. Existía en él un significado metafórico expresado repetidas veces por Unamuno en tres sentidos principales. Primero, como expresión de la integración y semejanza entre naturaleza y obra humana. Porque todo es paisaje, lo natural, lo rural y lo urbano, ya que todo se configura como tal y porque esas configuraciones presentan formas análogas, de modo directo o metafórico, y no separan sus elementos, sino que los mezclan. El segundo significado metafórico indicaría la existencia de un sistema profundo, latente tras la forma del paisaje. El tercero mostraría la reciprocidad de éste con el espíritu[11].

Sin duda, esto es algo común a todos estos escritores. Así, en su visión directa del paisaje, la mirada de Machado se asienta en un bagaje cultural y personal que se vuelve un filtro. Es un modo de ver, de apreciar y de relacionar de una manera determinada, muy personal. De esta forma los paisajes concretos por él admirados se convierten en simbólicos. Esto es algo que se aprecia claramente en los poemas que dedicó a los campos de Castilla, a Soria. En Baroja, sin embargo, este simbolismo es menor. En él predomina una identificación entre paisaje y sentimientos y entre paisaje y acción. El paisaje no es un ambiente pasivo, sino que interviene, creando sensaciones y estados de ánimo, participando activamente en los sucesos. El paisaje forma parte de la misma acción.

Ahora bien, para conocer el paisaje castellano y acercarse, por tanto, a la naturaleza, la excursión se convirtió en el medio idóneo. En este sentido, la prolongación de los puntos de vista de Giner de los Ríos en los literatos de la generación del 98 parece bastante clara. Más aún, como aquél, también estos autores creyeron que la excursión era uno de los mejores medios para cobrar apego a la patria. Así, como opinara Unamuno, la creación de sociedades excursionistas, clubes alpinos o análogos debía fomentarse por razones de patriotismo. En la medida en que se incrementara el conocimiento sobre las diferentes ciudades, villas y aldeas españolas el amor por la patria iría en aumento. Sin duda, estos autores se situaron dentro de los parámetros del nacionalismo cultural de influencia romántica. Estaban convencidos, pues, de la existencia de un sujeto colectivo (la nación española) dotado de caracteres peculiares (lengua, historia, tradiciones, costumbres, etc.).

3 Azorín y el paisaje

El paisaje, como se ha podido comprobar, tuvo gran importancia en prácticamente todos los más sobresalientes literatos de la generación del 98. Sin embargo, posiblemente sea en Azorín en el que el peso del paisaje sea mayor. Para él, lo que daba la medida de un artista era su sentimiento de la naturaleza, su emoción del paisaje. En su opinión, “se respira en el ambiente de España una fuerza, un ímpetu, una claridad que hacen inconfundible su paisaje con paisaje alguno”[12]. De ahí que éste sea una constante en su extensa obra. De hecho, atendiendo a la definición de paisaje presentada en la primera sección, Azorín fue a lo largo de toda su vida un irreductible mirón, o sea, un constructor de paisajes. Esto es algo que aparece frecuentemente en sus escritos, desde sus artículos periodísticos hasta sus novelas e intentos teatrales, pasando por sus numerosos ensayos. En todos estos trabajos el paisaje siempre está presente. No en vano, para Antonio Risco, aquí reside la causa de que tan a menudo se juzguen sus narraciones como demasiado estáticas. Si bien, en su opinión, éstas tienen un dinamismo mucho mayor del que la anécdota revela[13].

Además, en Azorín, como en el resto de autores mencionados, el paisaje tiene una utilidad determinada. Es la utilidad de la geografía como disciplina, del conocimiento geográfico. Introducirnos en la naturaleza, en el paisaje, en la geografía supone un medio o vehículo de adquisición de conocimientos. Hay, pues, un sentido de utilidad evidente. Existe, por lo tanto, una doble necesidad a la hora de acercarnos a la naturaleza, la de aprender esos saberes y la de sentir esos paisajes.

La geografía en Azorín alcanza un realce hasta entonces inédito en los escritores de la época. Tras denunciar el escaso conocimiento geográfico de los coetáneos[14], decía que España estaba por descubrir, abogando por un conocimiento explícito del país, ya que había regiones enteras que eran desconocidas. En concreto, afirmaba que “España, como en 1721, cuando Montesquieu escribía sus Cartas persas, está sin explorar. Regiones enteras (naciones, como dice exactamente Montesquieu) nos son desconocidas. La base del patriotismo es la geografía. No amaremos nuestro país, no le amaremos bien, si no lo conocemos. Sintamos nuestro paisaje; infiltremos nuestro espíritu en el paisaje”[15]. Este conocimiento del país le resultaba imprescindible, no sólo para la información escolar, sino también para la aceptación de la realidad, para la comprensión de nuestros hechos y significados culturales. Lo era también necesario para el encuentro físico con lo histórico y para el respeto y disfrute estético de la belleza propia, es decir, de la severa belleza de España. Sólo de esta manera se podría fomentar el patriotismo.

En verdad, Azorín volvía aquí a un tema recurrente de los intelectuales españoles desde mediados del siglo XIX. El conocimiento geográfico de España llevaba al amor por ella y, en consecuencia, al amor a la patria y al fomento del patriotismo. Es por ello que abogara por una reforma en la enseñanza en la que la geografía tuviera un papel más destacado. La escuela, divulgadora de la geografía y de la historia de España, contribuiría de esta manera al fomento del patriotismo nacional. Como ha señalado recientemente Jacobo García Alvarez, “la Geografía académica cristalizó institucionalmente, entre otros motivos, con la finalidad de aportar elementos para la construcción de la identidad nacional”[16]. Incluso, Azorín llegó a afirmar que la base del patriotismo es la geografía. No debemos olvidar que, según Inman Fox, entre los inventores de la identidad colectiva nacional destacó el propio Azorín[17].

Este conocimiento de la geografía y de la historia españolas habría de contribuir, en su opinión, a un mayor respeto por el paisaje, tanto rural como urbano. Un respeto que tendría que evitar las demoliciones practicadas en las viejas ciudades, los ataques al patrimonio cultural, la deforestación y las actuaciones indeseables sobre el paisaje. El patriotismo, por tanto, implicaría a la vez una labor educacional y una actitud de tipo conservacionista basada en el respeto.

Ahora bien, para conocer el paisaje español es necesario viajar. De ahí que el viaje no sólo tuviera una gran importancia en su vida, sino también en sus novelas. Gracias al viaje, el paisaje deviene entonces sucesión y duración, vivencia efímera y, por lo tanto, proceso[18]. Así, el viaje aparece a menudo en la narrativa azoriniana, aunque con menos frecuencia que en la de Baroja. En verdad, el objetivo de ambos autores era el mismo, la búsqueda de la personalidad histórica de España en sus campos, pueblos y ciudades y la indagación de la intimidad genuina del país o región, es decir, lo que Unamuno denominó la "intrahistoria".

El viaje se convierte, en definitiva, en un complemento de su búsqueda del conocimiento geográfico e histórico-cultural, algo suplementario a sus estudios y lecturas y fuente documental de sus escritos. La descripción de Orihuela en Antonio Azorín, de Segovia en Doña Inés, Olbena en Salvadora de Olbena o Avila en Una hora de España son sólo algunos ejemplos de lo que estamos diciendo. Porque Azorín, como Baroja, es un literato que se documenta seriamente incluso para sus novelas, siguiendo la tradición de Flaubert y de los naturalistas. Todo lo cual le obligaba a viajar por los más variados rincones de España.

Es por ello que Azorín no se queda con un único paisaje. El de Castilla había sido el paisaje por excelencia desde las excursiones al Guadarrama de Giner de los Ríos, apareciendo en numerosas ocasiones en los escritos de Unamuno y, sobre todo, de Machado. También en Baroja, quien, sin embargo, ambientó muchas de sus novelas en el País Vasco y Navarra. Azorín no se fijó sólo en el paisaje castellano, llegando a una diferenciación literaria de paisajes, en relación directa con analogías culturales de lo geográfico. El campo vasco, suave y melancólico, estaba asociado a lo romántico; el levantino, claro, radiante y desnudo, a lo clásico; y el castellano, intenso y enérgico, a la austeridad. Cada tipo de paisaje despertaba en Azorín un sentimiento bien distinto[19]. Con todo, Castilla siempre ocupó un lugar predominante en su obra.

Ahora bien, en todos estos paisajes hay un denominador común, que toda naturaleza proporciona un retiro y un disfrute de la paz, bienes muy apreciados por estos autores. Se puede hablar de una actitud amistosa hacia el paisaje. Azorín llegó a establecer una asociación directa entre la naturaleza y las sensaciones de libertad y felicidad. Al conocimiento cabe ahora añadir un sentimiento de placidez y de bienestar. El hombre, el autor en este caso, además de aprender de la naturaleza, disfruta de ella y se siente bien con ella. Es una especie de estado de comunión, en el que el respeto y la admiración constituyen dos elementos de gran trascendencia.

Pero el paisaje no es algo vacío de huella humana. En él hay viejos caminos, tierras de labor, chabolas campesinas o nombres de lugares que evocan un pasado individual y colectivo, unas vidas, en definitiva. En todo paisaje habita un pueblo y quien ama ese paisaje ha de hacer lo mismo con su pueblo. En cierta medida, el paisaje es la plasmación de ese pueblo. Lo que nos remite una vez más a la idea del patriotismo, ya que el conocimiento del paisaje español ha de llevar necesariamente al entendimiento del pueblo español. Si amamos a uno deberemos amar al otro, reforzándose así nuestra querencia a la patria. La idea de identidad sale de esta manera reforzada. La realidad de la identidad queda representada preferentemente en el paisaje. En las configuraciones geográficas se muestra nuestra identidad cultural de forma preferente.

Con este trasfondo no es de extrañar que Azorín convierta su confesión espiritual e ideológica en pensamiento político, el cual fue aireando progresivamente en sus artículos periodísticos. Así, en 1910 insistía en que España no debía mirar a la europeización, sino que tenía que centrarse en sí misma, en su tradición, arte, paisaje, raza... Debía vigorizar y hacer fuertes estos rasgos peculiares, de forma que el progreso, según él, debía consistir en la continuidad nacional, en fortificar los rasgos propios. De esta forma, el conocimiento del paisaje, del arte, de las costumbres, etc. de España debía ser la base de este robustecimiento y, por consiguiente, de ese progresar desde lo propio y característico de cada uno[20].

Azorín presenta, sin embargo, una doble posición frente al paisaje, en especial el castellano. Por un lado, tiene una visión crítica de este territorio, dentro de un planteamiento claramente regeneracionista, haciendo hincapié en la necesidad de los árboles y del agua para la vida de las naciones, en una actitud un tanto próxima a la de Joaquín Costa. De hecho, dedicó docenas de artículos a este tema, manteniendo siempre una interpretación histórica de la decadencia de España como debida a la falta de atención a la agricultura, sugiriendo de esta forma que el desarrollo agrícola de la meseta reavivaría el carácter nacional[21]. Para Azorín, las causas de la decadencia de España, o mejor de Castilla, habían sido las guerras, la desatención al fomento de la agricultura y el desdeño de la industria y el comercio por los hidalgos que descuidaban o malbarataban sus haciendas, echando la culpa más concretamente a la administración de los Habsburgo, sobre todo a partir del reinado de Felipe IV.

Por otro lado, expresa su admiración hacia este paisaje, valorándolo en tanto y cuanto hace referencia a una identidad cultural, de suerte que llega a afirmar que España no podía dejar de ser lo que era, como los demás países.

Sin duda, esta aparente contradicción de Azorín pone de manifiesto la neta diferenciación de sus dos vertientes, la regeneracionista y la noventayochista. En este sentido, establece un claro contraste entre los pueblos vetustos y las viejas ciudades que visita con la riqueza que tuvieron en el s.XVI. Es en esos pueblos donde está la esencia de España, sí, pero es preciso llevar a cabo una regeneración de los mismos para devolver a España parte de la gloria y prosperidad de antaño. Porque Azorín, Baroja y Maeztu, "los tres" dentro del grupo del 98, su auténtico núcleo, se lanzaron a campañas de moralización y regeneración de la vida pública.

Todas las descripciones y meditaciones de Azorín sobre pueblos y ciudades castellanas reflejan, pues, la trascendencia que la realidad del tiempo tiene para el escritor. Así, el tiempo aparece en casi todos los elementos fundamentales del paisaje, convirtiéndose en un tema esencial de su obra. Y en íntima relación con el tiempo Azorín insiste continuamente en la idea del eterno retorno a la hora de hacer sus descripciones. Estas localidades, las calles, las plazas, los edificios, etc. conservan la huella del tiempo. Son una prueba de ese glorioso pasado que ya es historia, pero que queda reflejado en ellos. Pese a esa sensación de desolación, encuentra consuelo al percibir una extraordinaria belleza en todo aquello que visita, incluso en las ruinas. Es lo que siente, por ejemplo, en ese rosario de ciudades históricas que visitó para la realización de La ruta de don Quijote, donde rememora la monumentalidad e importancia que aquéllas tuvieron en el siglo XVI.

En cualquier caso, la crítica se convierte en un elemento característico de su obra. Su tarea como crítico fue histórica, en el sentido de estar referida al tiempo, ya que Azorín no sintió interés por la relación propiamente dicha de acontecimientos históricos. No le interesaba la historia porque, afirmaba, sólo sirve para explicar lo que ha pasado. Dicho con sus palabras, “... al despedirnos de la historia, entramos en el terreno de la novela; para decirlo con más amplitud, en el terreno de la verdadera verdad”[22]. Lo que busca es lo que puede explicar el presente y el método adoptado fue la aplicación de la teoría de la evolución al estudio de la literatura. Para Azorín, lo que subsiste en la evolución era la sustancia de la historia, su base eterna, equivalente a la intrahistoria de Unamuno. Rechazaba, por lo tanto, los libros de historia de España y los trabajos de arqueólogos y filólogos, buscando la verdadera "historia" (“la que aún vive") en las obras de ficción y libros de viaje.

Mediante este método, Azorín penetra en la "historia" y en el alma de España, prestando atención a cualquier detalle, por muy insignificante que éste pueda parecer. Esta interpretación histórica constituía un paso para encontrar soluciones a los problemas nacionales, sosteniendo la idea de una continuidad histórica y de la literatura como manifestación del ser nacional. Para el propio Giner de los Ríos, “la verdadera realidad histórica española consiste en los valores y las manifestaciones espirituales del pueblo hispánico, el <<espíritu del pueblo>>”[23]. Así, en el "prólogo" de Castilla Azorín indica que pretende "aprisionar una partícula del espíritu" de esa región, a través de la historia de lo diario y no de los grandes acontecimientos. En este mismo sentido, en 1908 y también refiriéndose a Castilla, Azorín se expresaba de la siguiente manera, tratando de escudriñar el alma española:

“Yo veo las llanuras dilatadas, inmensas, con una lejanía de cielo radiante y una línea azul, tenuemente azul, de una cordillera de montañas. Nada turba el silencio de la llanada; tal vez en el horizonte aparece un pueblecillo, con su campanario, con sus techumbres pardas. Una columna de humo sube lentamente. En el campo se extienden, en un anchuroso mosaico, los cuadros de trigales, de barbechos, de eriazo. En la calma profunda del aire revolotea una picaza, que luego se abate sobre un montecillo de piedras, un majano, y salta sobre él para revolotear luego otro poco. Un camino, tortuoso y estrecho, se aleja serpenteando; tal vez las matriarias inclinan en los bordes sus botones de oro. ¿No está aquí la paz profunda del espíritu? Cuando en estas llanuras, por las noches, se contemplen las estrellas con su parpadear infinito, ¿no estará aquí el alma ardorosa y dúctil de nuestros místicos?”[24]

La historia y las características propias de España y de los mismos españoles quedan plasmadas, según él, en el arte, las costumbres, el paisaje, etc. Hasta tal punto es así que piensa que un extranjero, falto de la base española de raza y ambiente, estaría incapacitado para percibir los valores emocionales y espirituales del paisaje castellano. Podría detectar, a lo sumo, lo más material, pero no la conexión espiritual existente entre el paisaje y el espíritu del pueblo que lo habita y de la literatura que lo recrea.

De ahí que Azorín fuera un lector ávido de la literatura española, llegándose a convertir en un gran conocedor de los clásicos. Así, hablando de los días melancólicos, dice: “los días en que el sentido del paisaje castellano se une al sentido hondo de los clásicos”[25]. En La ruta de Don quijote, por ejemplo, se dedicó a recorrer aquellos lugares manchegos que habían tenido algo que ver con las andanzas de aquel caballero, siendo constantes las referencias a la obra cervantina. Pero no sólo la literatura, también el arte, en especial la pintura, jugó un papel fundamental en su conocimiento. De hecho, además de estudiar el paisaje al natural, viajando incansablemente por España, recorriendo sus ciudades y pueblos, visitándolos y tomando infinidad de notas que posteriormente usaba en sus descripciones, recurrió también a la literatura y a la pintura, cuya influencia a la hora de percibir los paisajes fue determinante en su obra. Sus frecuentes visitas a los museos así lo constatan. Literatura y pintura están estrechamente entrelazadas en su obra, llegando incluso a evocar el paralelismo que existe entre ambas a partir de la evolución del proceso creativo. Su afición por la pintura era un hecho que venía de atrás, de su propia infancia[26]. Y esto es algo que se dejó notar durante toda su vida, ya que el escritor fue muy proclive a las composiciones gramaticales que implican color.

Azorín, pues, actuaba como un pintor ante su lienzo, como un pintor impresionista, aunque no sólo trabajaba movido por la estética, sino como un intérprete de un sueño, de una visión de España. En su opinión, lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje. Por lo cual, un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje. El paisaje se convierte así en el más alto grado del arte literario. Azorín, profundo amante de la naturaleza, como ya se sabe, recomendaba no leer libros, sino acercarse directamente a ella[27].

Sin embargo, afirmaba que no se llegaba a dominar la realidad sino cuando se hallaba desasido de esa realidad, siendo entonces cuando el artista era artista. En efecto, a Azorín no le interesaba una descripción del paisaje en concreto y de la realidad en general a la manera de un Pereda, por ejemplo. No se trataba de una literatura como la escrita por los realistas, sino que la subjetividad en Azorín es una característica evidente. Es en los sueños, llegó a decir, donde yace la realidad. Por ello intercala en sus visiones del paisaje párrafos de otros autores, llegando incluso a identificar determinados paisajes con ciertos autores. Por ejemplo, el Bierzo con Enrique Gil, Galicia con Rosalía de Castro, Vasconia con Pío Baroja, Asturias con Leopoldo Alas "Clarín", etc.[28]

Al fin y al cabo, la literatura constituyó para él otra forma de penetrar en esa idiosincrasia o intrahistoria unamuniana, de suerte que sus escritos están plagados de continuas referencias a otros literatos españoles. En sus descripciones de paisajes rara vez aparece algo así como copiado del natural, de manera que en la mayor parte de las ocasiones debemos hablar de "paisajes soñados", construidos a partir de evocaciones y de estímulos literarios, aprovechando los recuerdos y las notas que tomaba. No se trata de meras "descripciones pictóricas", sino que la subjetividad propia y las aportaciones de otros escritores están siempre presentes en ellas. La ruta de Don Quijote constituye, como ya se ha dicho, un ejemplo evidente, pero lo mismo podríamos decir de Lecturas españolas, Clásicos y modernos o Los valores literarios, entre otras de sus obras. En este sentido, su amplio conocimiento de la literatura española resulta evidente.

Por consiguiente, el estudio de la literatura, su propia concepción de la historia y de la decadencia de España y su valoración de la geografía como fuente de conocimiento y forja de patriotismo fueron las claves fundamentales del hacer literario de Azorín. Un hacer en el que el paisaje jugó un papel fundamental, si bien no por motivos meramente estéticos, tal como ya se ha expuesto, sino buscando siempre el interior del mismo, su alma y su conexión con el pueblo que lo habita.

4 Conclusiones

La valoración del paisaje dentro de la literatura y el arte europeos en general y españoles en particular es algo relativamente reciente, ya que tiene sus orígenes en el siglo XIX, en concreto con el Romanticismo. Los románticos fueron los primeros en incorporar abiertamente el paisaje en sus novelas y en sus cuadros, aspecto ulteriormente retomado por los realistas o por los autores posteriores. En el caso español, las pinturas de Carlos de Haes tuvieron una trascendental importancia en un grupo de pintores que se formaron con él, muchos de los cuales viajaron a Bélgica para reforzar esta nueva forma de hacer arte. En este sentido, Aureliano de Beruete y sus cuadros sobre el Guadarrama marcan un hito dentro de esta pintura de paisaje propiamente española. Regoyos y Zuloaga serían la culminación de esta tendencia entre finales del s.XIX y principios de XX.

Pero no sólo en el arte, también en la formación académica y en la letras el paisaje fue tomando carta de naturaleza. La Institución Libre de Enseñanza con Giner de los Ríos a la cabeza insistió en la importancia del carácter formativo de las excursiones y del conocimiento de la naturaleza. Surge la idea del paisaje formativo. Su acercamiento forma al individuo transmitiéndole toda una serie de conocimientos. A través del paisaje se puede llegar a la intrahistoria unamuniana de un pueblo. En el paisaje están plasmadas las huellas del pasado de un pueblo. No se trata ya del paisaje como adorno o como marco, a la manera de los realistas, sino de un paisaje forjador, en gran medida, de patriotismo. El conocer un paisaje implica conocer el pueblo que lo habita y, por consiguiente, amarlo, acentuando así el nacionalismo[29]. Sin duda, en un momento en que el Estado liberal no era lo suficientemente fuerte como para imponer una idea clara y consistente de la nación española, este tipo de literatura vino a reforzar el sentimiento patriótico español. Recordemos que todavía a principios de siglo XX Ortega y Azaña afirmaban que España aún no era una nación, debido precisamente a la cortedad de su Estado.

Así, si bien es verdad que prácticamente todos los escritores del 98 se interesaron especialmente por el paisaje y en todos ellos éste ocupó un papel fundamental en sus escritos, la mayor parte de los estudiosos de este tema están de acuerdo en señalar que Azorín fue posiblemente el máximo exponente de esta corriente. En sus numerosas obras el paisaje ocupa una posición privilegiada. Dada la gran importancia que concedió a la naturaleza, a la geografía y al paisaje para el conocimiento del ser de España y el fomento del patriotismo, se puede decir que Azorín fue uno de los autores de la denominada generación de 98 que más contribuyó a inventar la identidad colectiva nacional de España. Con él, sobre todo, pero también con otros miembros de su generación, el paisaje alcanzó, sin duda, una mayoría de edad dentro de la literatura española, aparte de una intencionalidad clara, desprendiéndose del decorativismo que había tenido en otros autores. Muy lejos ha quedado también ese miedo u horror a la naturaleza como algo desconocido y donde habita el mal (grandes montañas, extensos bosques, etc.). Hay un acercamiento amable, de amistad incluso, hacia la naturaleza. Esta ha dejado de infundir miedo para transmitir conocimiento y patriotismo. En este sentido, Azorín puede ser un claro exponente de lo que acabamos de afirmar.

 

5 Bibliografía

 

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- (1999): La novela de España, Taurus, Madrid.

 

© Carlos Larrinaga Rodríguez, 2002

NOTAS

* Becario posdoctoral del Gobierno Vasco.

[1] Azorín (1917), pág.43.

[2] Ortega Cantero (2001), págs.21-3.

[3] Varela (1999), pág.86.

[4] Ortega Cantero (2001), pág.23.

[5] Martínez de Pisón (1998), págs.29-31.

[6] Martínez de Pisón (1998), pág.46.

[7] Ortega Cantero (2001), pág.301.

[8] Los pueblos (1905), en Azorín (1998): Obras escogidas, vol.2, Espasa Calpe, Madrid, pág.346.

[9] Varela (1997), págs.11-12.

[10] Varela (1999), pág.168.

[11] Martínez de Pisón (1998), págs.61-62.

[12] Un pueblecito. Riofrío de Ávila (1916), en Azorín (1998): Obras escogidas, vol.2, Espasa Calpe, Madrid, pág.1.431.

[13] Risco (1993), págs.283-284.

[14] Un pueblecito..., pág.1.449: “España: un país donde nadie sabe geografía. Poco, la geografía del mundo. Nada, la geografía de España”.

[15] Un pueblecito..., pág.1.453.

[16] García Alvarez (2002), pág.75. Sobre la enseñanza de la geografía en España en el siglo XIX y sus implicaciones véanse, entre otros, Capel et alii (1983), Luis Gómez (1985) y Melcon (1989).

[17] Fox (1997), pág.132.

[18] Risco (1993), pág.292.

[19] Un claro ejemplo lo encontramos en El paisaje de España visto por los españoles.

[20] Véase su artículo "La continuidad nacional", en ABC, 21-mayo-1910, citado por Inman Fox en Azorín (1991).

[21] Fox (1997), pág.133.

[22] Salvadora de Olbena, en Azorín (1998): Obras completas, vol.1, Espasa Calpe, Madrid, pág.1.461.

[23] Citado por Jonson (1998), pág.194.

[24] Diario de Barcelona, 27 de julio de 1908: “La poesía de Castilla”, citado por Díez de Revenga (1998), pág.127.

[25] Un pueblecito..., pág.1422.

[26] Bernal Muñoz (1996), pág.55.

[27] Ibídem, pág.60.

[28] Es la técnica empleada en El paisaje de España visto por los españoles.

[29] Esto no fue algo exclusivo del nacionalismo español, sino también del catalanismo (fundación en 1876 de la Asociación Catalanista de Excursiones Científicas) y del nacionalismo vasco, por ejemplo.