GEOGRAFIA E HISTORIA DE DONOSTIA-SAN SEBASTIAN

 

Geografía e

Historia de Donostia

S. Sebastián

Edición octubre 2013

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4.5

SAN SEBASTIAN: 1516-1795 :

LA PLAZA FUERTE

© José María ROLDÁN GUAL

Entre el 3 y el 5 de julio de 1516, en su junta particular de Basarte, la provincia de Guipúzcoa decidía enviar en embajada al comendador Ochoa de Isasaga a Flandes ante el nuevo monarca español Carlos I. Ese mismo año los franciscanos se implantaban en San Sebastián. Pese a sus designios de apostolado socializador y encauzador del intimismo religioso personal y el carácter urbano propio de las reformistas órdenes mendicantes, la saturación intramuros y la oposición de un clero secular temeroso de competencia en una población de pocos miles de habitantes (1) llevaron al concejo donostiarra a relegarlos fuera del recinto murado. Así se afincaron en la antigua iglesia de San Sebastián el Antiguo. La iniciativa de los frailes no era peregrina. San Sebastián, notoria villa de tanda en la organización foral guipuzcoana, en cuya jurisdicción se hablaban castellano, euskera guipuzcoano y gascón bayonés, era representativa de la inserción en el marco de la economía-mundo del País Vasco peninsular holohúmedo en un ciclo ascendente, en el cual el sector comercial exterior primaba (2). Además, estratégicamente emplazada, devenía una plaza fuerte de primer orden en la defensa de la frontera española.

4.5.1 LAS HOSTILIDADES CASTELLANO-FRANCO-NAVARRAS EN LA MUGA (1512-1516).

Ésta había experimentado un cambio sustancial con la anexión castellana del reino de Navarra. Con el señuelo de la posible recuperación de Aquitania, francesa desde 1451, Fernando II de Aragón consiguió en 1512 bloquear el nordeste guipuzcoano frente a cualquier tentativa franco-navarra con un considerable contingente inglés, comandado por Thomas Grey, marqués de Dorset. Mientras que, desembarcados en Pasajes y acampados en Rentería e Irún entre junio y octubre, los ingleses apenas sí llegaron a entrar en acción en la comarca de San Juan de Luz, castellanos y, en menor medida, aragoneses, encuadrados en la Liga Santa antigala, desalojaban de suelo navarro a la dinastía Albret y sus partidarios. Así se consolidaba la posición de los Trastámara y del naciente Estado moderno español en el horizonte europeo.

De hecho, en el contexto de una primera tentativa por Juan III de Navarra por recuperar sus posesiones, San Sebastián se vio en el otoño de 1512 asediada por un notable ejército francés. Para impedir su atrincheramiento el ayuntamiento donostiarra había mandado previsoramente incendiar 156 casas de los arrabales, entre ellas el hospital de San Martín. Pero el violento fuego artillero francés duró poco al acudir tropas guipuzcoanas y vizcaínas de refuerzo. Numerosos donostiarras participaron con ellas en la contraofensiva española -vg. en la victoria de Noáin-. Las treguas de Urtubia y Orleans de 1513-1514 sancionaron el dominio castellano de la Alta Navarra, completado militarmente con el de la Baja en 1514.

De los registros de las juntas generales y particulares de la Provincia de 1516 y sus constantes contactos con el virrey de Navarra se desprendía una honda preocupación por los movimientos del citado Juan III en dicho territorio, aunque circunscritos al mismo y en fin abortados. Tales acontecimientos funcionaron de revulsivo en lo tocante al sistema defensivo donostiarra, puesto que en 1516, según Luis Murugarren, se daba comienzo a la nueva muralla (3). Nótese no obstante que las fortificaciones, como en el periodo medieval, atañían únicamente al núcleo urbano y al monte Urgull; no así a las diferentes colaciones rurales del término municipal, del que, por cierto, se desgajó por aquel entonces el lugar de Andoáin en beneficio de Tolosa.

4.5.2. La "Guerra" de las Juntas (1520-1521).

San Sebastián se vio involucrada en esta contienda civil, coetánea del movimiento comunero castellano y precedida en 1517-1518 por un enfrentamiento jurídico entre los grupos de villas abanderados por Guetaria y por San Sebastián. Este había girado en torno a la reforma del sistema fogueral, al tiempo que se dirimía de nuevo la posición de los "parientes mayores" en la vida guipuzcoana. La causa endógena más evidente en el nuevo conflicto era el papel tutelar de San Sebastián sobre la Provincia, alineándose para obtener un trato de favor por parte de la Corona con la creciente presencia de la autoridad central en el desenvolvimiento fiscal y político guipuzcoanos. Tensiones de índole económica agudizaban las rivalidades entre villas, particularmente San Sebastián-Tolosa. Continuaba además incrementándose el grupo de población "burgués" burocrático-comercial y dislocándose el entramado social rural de la parentela.

La influencia de la Junta comunera de Tordesillas radicalizó la oposición del bando de Tolosa al nombramiento por la Regencia de Castilla de Cristóbal Vázquez de Acuña como corregidor de la Provincia, a petición, según el argumento del bando de San Sebastián, de la junta particular de Basarte de septiembre de 1520. En la junta general de Azcoitia de noviembre una votación mayoritaria lo vetó. La lectura de una carta de la junta comunera desencadenó el abandono por las villas favorables al nuevo delegado regio, fraguándose dos grupos que siguieron reuniéndose cada uno por su lado: la Junta de Hernani (bando de Tolosa) y la Junta de San Sebastián. La primera, más de tierra adentro, más rural y más anticentralista, adujo contrafuero. La segunda, más litoral, más mercantil, demográficamente más débil y leal al gobierno central, se opuso al plan de reforma de la organización provincial y del engarce en la Corona (10 de enero de 1521).

Una corriente de simpatía entre los disidentes castellanos y guipuzcoanos se tradujo en el apoyo legal de Tordesillas a Hernani al designar un corregidor comunero, ignoto, y en la colaboración militar, proporcionando armamento ésta a aquélla y obstaculizando Villafranca, Tolosa y Segura el tráfico bélico gubernamental. No obstante, ello no desembocó en una alianza práctica entre estos dos fenómenos, diversos en su naturaleza, como tampoco con la actividad levantisca de Pedro López de Ayala,conde de Salvatierra, en Alava. Parece también que los rebeldes contaron con apoyo económico francés.

No se produjeron combates masivos y sí incursiones armadas, limitadas a algunas escaramuzas sangrientas, ciertas ejecuciones sumarias, destrucción de heredades, ferrerías, molinos y casas, y desvío en Tolosa de mercancías navarras y aragonesas destinadas a su comercialización a través de San Sebastián. Pero, ante el bloqueo del conflicto, la amenaza francesa y el poder marcial esgrimido por Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y virrey de Navarra, éste llevó a buen término el talante negociador de las gestiones efectuadas por el presidente-consejero real navarro doctor Fortún García de Ercilla.

Entre el invierno y la primavera de 1521 el licenciado Pero Sarmiento fue proclamado según los trámites forales corregidor, se derogaron las sentencias de Vázquez de Acuña y de la Junta de Hernani, se acometió el desarme de ambas facciones, el soberano confirmó la foralidad guipuzcoana y se tomaron medidas de benevolencia respecto de los insurrectos. Y la reacción colectiva a la invasión gala de octubre de 1521 selló la conciliación de los guipuzcoanos, a pesar de la acentuación del control regio sobre la Provincia y del reforzamiento de la posición hegemónica de San Sebastián en la misma. Sin embargo, se desistió de resolver el espinoso problema de las indemnizaciones a los afectados, fundamentalmente el bando realista y en él la gente humilde rural, así la donostiarra con buen número de manzanales talados, viñedos arrasados, caseríos incendiados y otros quebrantos.

4.5.3 UN SIGLO DE RIVALIDAD FRANCO-ESPAÑOLA E HISPANO-TURCA (1521-1598).

La primera guerra de Carlos I con Francia (1521-1526) inquietó a un San Sebastián que presenció el asedio por los franceses -dirigidos por Guillaume Gouffier, señor de Bonnivet- de la cercana villa fortificada de Fuenterrabía, a la que respaldaron por mar con bastimentos y seiscientos hombres. No obstante, el capitán Diego de Vera hubo de entregarla a los sitiadores, quienes a causa del mal tiempo declinaron atacar San Sebastián. En ésta se hallaba a resguardo el capitán general de Guipúzcoa Beltrán de la Cueva, con dos mil infantes y dos mil caballos. Desechada Bayona como objetivo inmediato por problemas de intendencia, los españoles se centraron en el Bajo Bidasoa. Compañías donostiarras intervinieron en la victoria del alto de Aldabe (4) y en la recuperación del castillo de Behobia (Gazteluzar) en 1522, confiriendo el monarca a San Sebastián el tratamiento de Noble y Leal.

En 1524 esta villa jugó un valioso papel en la reconquista de la plaza ondarrabitarra, harto maltratada en ambos asaltos. No sólo fracasaba el propósito de Enrique III de Navarra de restaurar su soberanía, sino que además en el frente del Milanesado Pavía fue el escenario en 1525 de la derrota y captura de Francisco I de Francia. Esta última, símbolo del revés galo en la contienda, la consiguió con otros el hernaniarra Juan de Urbieta, como indica Manuel Fernández Alvarez. La Paz de Madrid de 1526 consagraba el protagonismo español en Italia y devolvía la libertad al rey francés. Este se detuvo en marzo durante su regreso de Madrid a París cinco días en San Sebastián.

La connivencia de Francia con los otomanos y los corsarios berberiscos desestabilizaba el Mediterráneo occidental, permitiendo al bajá Jayr al-Din "Barbarroja" hacerse con Túnez en 1534, con grave riesgo para la política italiana de Carlos I y para la defensa del levante español. Para su rescate se aprestaron buques entre otros puertos en los vascos, armándose de esta suerte un galeón en San Sebastián, de donde partirían para dicha expedición unos ciento cincuenta hombres. En 1535 caían La Goleta y luego Túnez. En España, después del descalabro en la dálmata Castelnuovo (1539), crecía una unánime animosidad frente a la berberisca Argel, refugio otrosí de exiliados moriscos. Numerosos fueron los que, procedentes de todos los grupos sociales, se alistaron para la campaña contra el puerto norteafricano. San Sebastián brindó casi dos centenares de soldados. Sin embargo un temporal desbarató el cerco de la ciudad mogrebí.

Entretanto, tras la tercera confrontación con Francia (1536-1538), Gante se sublevaba en 1539 contra la gobernadora de los Países Bajos María de Austria, reina viuda de Hungría. En consecuencia allí se trasladó por vía terrestre Carlos I. En el trayecto, desviándose del Camino Real -que a la sazón eludía San Sebastián-, el 27 de noviembre inspeccionó las murallas -así el flamante cubo Imperial- y el puerto donostiarras, ambos en proceso de mejora. Acababa el emperador de prohibir que donostiarras sirvieran en el castillo de la Mota -sin guarnición fija hasta 1552-, a fin de no restar tropa a la milicia municipal (5), y de confirmar las ordenanzas de la Cofradía de Mareantes de Santa Catalina.

Probablemente fue recibido en la plaza de Armas (futura Vieja) y en el palacio de los Idiáquez, en la calle Mayor, donde apreciaría también la casa de Peru, levantada por un Oyaneder en 1536. Tal elección se debió a la nobleza del edificio, la confianza en su propietario -el secretario del Consejo de Estado el tolosano Alonso de Idiáquez- y la carencia de casa consistorial (usándose al efecto el sobrado de la iglesia de Santa Ana) (6). Fue informado del traslado del cuartel de la Zurriola al frente de Tierra, dejando libre solar para el convento de dominicos de San Telmo. Fundado en 1531 por el dicho Idiáquez y su esposa Gracia de Olazábal, su construcción no comenzaría hasta 1544, deviniendo un centro notorio de irradiación religiosa y cultural. Esta pareja promovería igualmente el asentamiento, tras la partida de los franciscanos (1539), en San Sebastián el Antiguo de las dominicas (1546). Por otro lado, pudo comprobar cómo en el año precedente se había erigido el hospital de San Antonio Abad para pobres y transeúntes en el arrabal de Santa Catalina. Tras visitar el puerto de Pasajes, pasó a alojarse en el castillo de Fuenterrabía.

De los conflictos ulteriores con Francia, fue el de 1557-1559 el que encendió de nuevo la guerra en la frontera bidasotarra. Unos quinientos donostiarras contribuyeron a la invasión española del Labort de 1558, siendo ocupados los puertos de Ciboure y San Juan de Luz. Por otra parte, una flota de navíos vascos, a las órdenes de Luis de Carvajal, zarpó de San Sebastián hacia Calais, que había sido presa de los franceses. Esas tropas se sumaron a las del conde Lamoral de Egmont y una escuadra inglesa, favoreciendo el rotundo triunfo de Gravelinas (1558). Firmada en 1559 la paz en Cateau-Cambrésis, desfavorable para Francia, Felipe II se desposó con Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia, en 1560. Aquélla, auxiliada por Fernando Alvarez de Toledo, duque de Alba, representó a su marido en la conferencia de Bayona de 1565 con Catalina de Médicis, su madre y regente de Francia, acerca del grave problema religioso suscitado en dicho reino.

Adelantándose hasta Hernani, su hermano Enrique, duque de Orleans, se unió a la comitiva que penetraba la noche del 12 de junio en San Sebastián, entre salvas de mil quinientos arcabuceros y de los cañones de doce buques. Aposentada en el palacio de los Idiáquez, se la agasajó con una naumaquia en la Concha. Tal vez asistió a misa en la reciente fábrica gótico-vasca de Santa María (1552-1560), cuya cabecera se ampliaría en 1566-1585. El 13 se encontraba en el Bidasoa con su hermano Carlos IX de Francia y su progenitora, desplazándose a la ciudad vasco-gascona. El 30 de junio finalizaron las conversaciones, sin extraer realmente acuerdos claros primordialmente con respecto a los hugonotes. El 5 de julio pudo efectuar Isabel, con el duque de Orleans, en San Sebastián una excursión marítima, desembarcando en la isla de Santa Clara. El 6 retornaba a la corte española. La panorámica donostiarra que desde el cerro de San Bartolomé pudo contemplar la soberana al partir coincidiría con la dibujada por el flamenco Joris Hoefnagel (entre 1563 y 1567) y editada en el primer volumen del célebre Civitates Orbis Terrarum por Georg Braun y Franz Hogenberg en la Colonia de 1572.

No eran raros roces en las relaciones entre el ayuntamiento y las autoridades castrenses, ya fuera el gobernador militar de la plaza o el propio capitán general de Guipúzcoa. Máxime cuando este cargo pasó de residir en Fuenterrabía o en Pamplona (por coincidencia con el puesto de virrey de Navarra) a hacerlo en San Sebastián entre 1579 y 1598. La competencia del cierre nocturno y apertura matinal de las puertas de la villa se había resuelto con la intervención simultánea de un alcalde y del capitán de llaves. Por otro lado, el concejo disponía de una armería, determinando en 1570 que cada día de Santiago se verificase un concurso de tiro con arcabuz y otro con ballesta entre el vecindario, ampliando estos ejercicios a la festividad de San Sebastián desde 1579. Y la convivencia se hacía ocasionalmente peligrosa, como el 14 de diciembre de 1575. Un rayo hizo estallar el polvorín de la fortaleza, provocando enormes destrozos y víctimas en el casco urbano.

Otro problema que se hacía acuciante y aumentaba el malestar entre los armadores y comerciantes donostiarras radicaba en la creciente frecuencia del embargo real de navíos para usos militares. Selma Huxley cita a modo de ejemplo la requisa de cuatro naos donostiarras prestas a marchar al Labrador el 12 de junio de 1572. El capitán general de Guipúzcoa Vespasiano Gonzaga Colonna las mantuvo paralizadas preventivamente durante un mes. El apremio en 1583 de García de Arce para la botadura de una nao de Juan López de Riezu en astilleros del Urumea originó su encallamiento. Incautaciones que, aunque transitorias, dañaban en consecuencia profundamente la economía vasca (2), más todavía si el barco se perdía. La coyuntura se agravaba con la substracción de marineros de sus tareas cotidianas con fines bélicos. Así, los métodos expeditivos contraforales de Arce en una leva de 1582 para la armada de las Azores suscitó un motín en San Sebastián.

En un contexto de renovada confrontación franco-española, especialmente acentuándose el apoyo galo a los rebeldes flamencos (Unión de Utrecht desde 1579), Carlos IX escribía el 28 de mayo de 1579 al gobernador de Bayona sobre la eventualidad de una conflagración. Según Luis Fernández, los españoles eran además conocedores de preparativos de escuadras en La Rochela y en Burdeos. De hecho se frustró en dicho año un plan del conde Philibert de Gramont de apoderarse de San Sebastián con la cooperación de varios soldados traidores.

Reemprendida la pugna hispano-otomana, Túnez, de nuevo en 1570 en manos turcas -coincidiendo con el levantamiento morisco de las Alpujarras (1567-1570)-, fue tomada por Juan de Austria en 1573 en el clima de euforia generada por la victoria de Lepanto (1571), para perderse definitivamente en 1574 y convertirse en la capital del beylicato tunecino. En las operaciones de reforzamiento defensivo de Orán en 1575 colaboró el general donostiarra Miguel de Oquendo (7), con su propia nao (setecientas toneladas y ciento diez hombres). Con la tregua de Estambul de 1581 quedaría en calma el Mediterráneo occidental.

4.5.4 TRIBULACIONES EN EL ATLÁNTICO (1580-1604).

Extinguida la dinastía de Avís en Portugal con el fallecimiento del cardenal Enrique I en 1580, se desencadenó una guerra sucesoria, gracias a la cual Felipe II se hizo dueño de la Corona lusitana. En la flota de Alvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz, que bloqueó la desembocadura del Tajo en 1580, para que el citado duque de Alba pudiera conquistar Lisboa, se vio involucrado Miguel de Oquendo. No faltó éste en la expedición de las Azores, cuya isla Tercera se convirtió en el último reducto de los independentistas portugueses, auxiliados por corsarios franceses e ingleses. Había aprestado en Pasajes una escuadra de catorce navíos, tripulados por donostiarras, incorporándose a la armada del mentado marqués de Santa Cruz. Los españoles, entre los que se contaba el también donostiarra Alonso de Idiáquez, dispersaron en 1582 la flota enemiga de Felipe Strozzi frente a la isla de San Miguel. Y en 1583 tomaron la Tercera, con su capital Angra. Se eliminaba asimismo un peligro para la circulación atlántica española.

El tremendo fracaso de la campaña española contra Inglaterra en 1588 significó la quiebra del poderío marítimo hispano, dejando las rutas ultramarinas a merced de los holandeses y sobre todo de los ingleses, quienes habían estado acosando bajo el reinado de Isabel I los intereses felipinos políticos y principalmente comerciales en los derroteros a Indias y en el Mar del Norte. Ello obviamente repercutió negativamente en la economía, ya debilitada (2), de San Sebastián. Pero además la Armada Invencible, dirigida por Antonio Pérez de Guzmán, duque de Medinasidonia, reclamó una impresionante movilización de navíos y hombres. Miguel de Oquendo, capitán general, y el pasaitarra Juan de Villaviciosa, almirante, estuvieron al frente de catorce navíos guipuzcoanos (Santa Ana, Nuestra Señora de la Rosa, San Salvador, San Esteban, Santa Cruz, Santa Marta, Santa Bárbara, Doncella, San Buenaventura, María San Juan y varios pataches), esto es, seis mil novecientas noventa y una toneladas, doscientas cuarenta y siete piezas artilleras, seiscientos dieciséis marineros y mil novecientos noventa y dos soldados. Pero, como afirma José Ignacio Tellechea, numerosas muertes fueron causadas por enfermedades contagiadas en el puerto de partida, Lisboa. Y a una más eficiente actuación de los ingleses se agregaron los temporales.Incluso la Santa Ana, llegada a salvo a Pasajes, se hundió al explotar sus municiones. Habían sucumbido en la empresa unos ciento cincuenta donostiarras. Para tratar de paliar los menoscabos sufridos por San Sebastián, la Corona le otorgó en 1589 sesenta y cinco mil ducados de plata, empleados en rehacer la flota donostiarra.

Por otra parte, se amparó e intensificó la actividad corsaria donostiarra. Así en 1602 se apresaron dos barcos de Hamburgo en la desembocadura del Nervión, siendo devueltos a instancia del capitán general de Guipúzcoa por haber sido fletados por el Señorío de Vizcaya. De todos modos, el saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596, el revés en varios ataques marítimos contra el dominio inglés en Irlanda y los obstáculos al comercio y pesca españoles -así los donostiarras- convencieron al gobierno de Felipe III a firmar la paz de Londres en 1604. San Sebastián evidentemente se benefició de esta nueva política de reposo internacional, iniciada con el tratado de Vervins de 1598 con la colindante Francia y culminada con la tregua de los Doce Años en 1609 con las Provincias Unidas. Máxime teniendo en cuenta el autoaislamiento que se impuso la villa entre 1597 y 1599 para no verse afectada por la peste que diezmaba desde los puertos cantábricos la Península y se cebó por ejemplo en Pasajes.

Las rogativas a San Sebastián y San Roque para conjurar la epidemia dieron origen a sendas festividades. El concejo decidió celebrar la de su patrón cada 20 de enero con un ayuno la víspera, una procesión, portando la reliquia del mártir -un brazo conservado en una capilla de Santa María-hasta la iglesia de San Sebastián el Antiguo, y en ésta los correspondientes ofocios religiosos. En el cortejo desfilaban las dignidades eclesiásticas, municipales y castrenses, con una banda militar compuesta por pífanos, chirimías y tambores. Es de suponer que igualmente los donostiarras se encomendaron al muy venerado Cristo de Paz y Paciencia, instalado con una luminaria permanente en la puerta de Tierra. Años más tarde, en 1630, un incendio, que causó ocho muertos, cuarenta y seis heridos y desperfectos en ciento veinte casas, dio lugar a otra procesión, la de Santa Dorotea, con ediles y franciscanos, los días 6 de febrero.

4.5.5 LOS "FESTEJOS DE LAS PRINCESAS" (1615).

No obstante el juego de rivalidades permanecía latente. Así, Ciriaco Pérez Bustamante apunta cómo en el presupuesto español de noviembre de 1608 a octubre de 1609 se adjudicaba a San Sebastián y Fuenterrabía sesenta mil ducados para la gente de guerra, frente a los mil ochocientos asignados a Vizcaya. Ello no pasaría desapercibido posiblemente a los estudiantes alemanes Diego Cuelbis y Joel Koris, quienes transitaron por San Sebastián el 14 de mayo de 1599 en su viaje por la península ibérica. Para entonces ya se había reconstruido, en madera, el puente de Santa Catalina (1592), arrasado por el mar en 1580. La crisis sucesoria en los ducados de Jülich y Cléveris estuvo a punto de romper la paz entre Francia y España. El asesinato del soberano galo Enrique IV (1610), las capitulaciones hispano-francesas de 22 de agosto de 1612 y el tratado de Xanten de 1614 redujeron la tensión y determinaron las nupcias entre Luis XIII con Ana de Austria, primogénita de Felipe III, y del príncipe de Asturias Felipe con Isabel de Borbón, hermana del francés.

En 1615, año de la desanexión de Urnieta con respecto a San Sebastián, se cumplió el intercambio con gran pompa de las princesas en el Bidasoa, el 9 de noviembre, en un palacete de madera construido sobre barcas en medio del río, en el paso de Behobia. Dejaron constancia pictórica de ello Adam Frans van der Meulen y alegóricamente Petrus Paulus Rubens (8). Y lo narró el cronista y beneficiado Lope Martínez de Isasti, hermano de Juan López de Isasti, quien, como capitán de milicia de Lezo, participó en el acontecimiento. Tras el desposorio por poderes de Ana en la catedral de Burgos el 18 de octubre, partió el cortejo real. Lo integraban setenta y cuatro coches, ciento setenta y cuatro literas, ciento noventa carrozas, quinientos cuarenta y ocho carros, dos mil setecientas cincuenta mulas de silla, ciento veintiocho acémilas con reposteros bordados, otras doscientas cuarenta y seis con cascabeles de plata y seis mil quinientas personas. La Provincia había levantado cuatro mil hombres para acompañar a monarca e infanta en su trayecto por Guipúzcoa. A su cabeza como coronel foral designó a Alonso de Idiáquez, duque de Ciudad Real, virrey a la sazón de Navarra y vástago del fenecido e influyente consejero de Estado Juan -quien por otra parte fue uno de los pocos propietarios de esclavos en San Sebastián (caso Francisco Genovés, comentado por José Antonio Azpiazu)-. Le secundaban tres diputados, entre ellos el donostiarra Martín de Justiz. Capitaneaba la tropa reclutada por San Sebastián Juan López de Arriola. Para la leva se utilizaron los buenos oficios y particularmente el prestigio del general de escuadra Antonio de Oquendo.

La recepción el 4 de noviembre en los aledaños de esta villa fue fastuosa. En los arenales del tómbolo esperaban numerosos soldados y vecinos. Entre ellos debían de encontrarse el mentado Oquendo y su esposa María de Lazcano; quizás aquél esperaría volver a ver a su amigo el donostiarra Domingo de Echeberri, secreario regio. Y en la Concha menudeaban chalupas y navíos engalanados y algunos artillados. Salvas de las arcabucerías, mosqueterías y artillerías de mar y tierra saludaron a los recién llegados. El alcalde Martín de Miravalles entregó al soberano, acompañado por Cristóbal de Sandoval, duque de Uceda, las llaves de la villa ante la puerta de Tierra. Este y la infanta fueron huéspedes de los Idiáquez, cuya morada contaba un trinquete de tipo hispánico (existiendo un juego de pelota público pegante al muro oriental del cubo Imperial). El 5 oyeron misa oficiada por el obispo de Pamplona, Prudencio de Sandoval, en Santa María, a la que debieron de acceder por la nueva portada herreriana de Pedro de Zaldúa y Pascual de Inza (1610-1611). El púlpito había sido labrado en piedra negra en 1604 por el primero. En el coro de beneficiados veneraron la imagen de Santa María del Coro; presidía el retablo mayor otra de Nuestra Señora denominada Beltza. Por la tarde presenciaron la botadura del galeón Santa Ana la Real, de seiscientas toneladas y propiedad del capitán Martín de Amézqueta y de Francisco de Beroiz. Posteriormente visitaron el monasterio de agustinas de San Bartolomé.

Al día siguiente, a caballo, el rey examinó las fortificaciones de Urgull. Con su hija, acudió después a los conventos de San Telmo y de San Sebastián el Antiguo, donde comió la infanta con sus damas. Luego fueron despedidos con descargas de saludo desde el castillo y murallas. No consta que pararan en el convento de franciscanos del Churrutal (1606), en la orilla derecha del Urumea. En el embarcadero donostiarra de la Herrera, en lugar de una pinaza bien esquifada y toldada, usaron una suerte de galeaza. El temporal impidió visitar el puerto de Pasajes y el Santo Cristo de Lezo. Desembarcados en Rentería y se dirigieron a Fuenterrabía. Verificado el trueque, Ana salió para Burdeos, donde aguardaba Luis XIII e Isabel era acogida la noche del 10 en San Sebastián y en el palacio de los Idiáquez con similares ceremonias, abandonando la villa el 11. El doble enlace sin embargo no representó en la práctica un verdadero giro en la pugna franco-española en el continente.

4.5.6 LOS SOBRESALTOS DEL XVII (1616-1660).

Sin embargo, los oropeles y júbilos de tan fugaz celebración se vieron ensombrecidos durante ese XVII agitado de claroscuros por la incidencia en San Sebastián, distinguida en 1662 ciudad por Felipe IV, de las convulsiones bélicas hispanas. Especial menoscabo padecieron los ramos del comercio y de la pesca, declive al que coadyuvaron otros factores de índole tanto endógena como externa, y que la fundación del Consulado y Casa de Contratación en 1682 no logró paliar (2). No fueron raros la tensión fronteriza y el entorpecimiento de las vías marítimas en las crisis militares o por los corsos británico, neerlandés y francés -práctica que sufrieron los donostiarras, pero que también ejercieron (así el capitán Illarregui)-. La Guerra de los Treinta Años, sobre todo desde el alineamiento francés en 1635 en las filas antihabsbúrgicas, la prosecución del conflicto con Francia hasta 1660, y las tres contiendas bajo Carlos II contra ésta (1667-1668 -Devolución-, 1672-1678, 1683-1684 y 1689-1697 -Palatinado-) desasosegaron a los donostiarras.

El temor a una invasión, pese a la reputación de inexpugnable de la villa, promovió un significativo reforzamiento de sus fortificaciones: castillo, murallas y más someramente los aledaños (fuerte de Santa Catalina, reductos de San Bartolomé y Santa Clara, y batería de Loretopea) (3). Numerosos donostiarras, bien por vocación, bien por necesidad económica, bien por levas (generadoras de discrepancias con la Provincia y de disturbios en San Sebastián en 1630 (10), se vieron empujados a incorporarse a la armada y en menor medida al ejército. Desde los tres hermanos Echeverri Rober, marinos, con palacio en la calle de la Trinidad (Villalcázar), hasta Catalina de Erauso, huida de las dominicas del Antiguo en 1607 y travestida en soldado -alférez-. Estos avatares obligaron además al uso militar de muchos navíos civiles, no sin el obvio detrimento económico. Así algunas de la veintiséis naves que, al mando de Antonio de Oquendo, se despacharon en 1631 con refuerzos contra Pernambuco (Recife), conquistada el año anterior por los holandeses para controlar el comercio brasileño e inmiscuirse en el caribeño, como apunta John H. Elliott. Tras la victoria naval de los Abrojos, lograron los españoles desembarcar los citados auxilios cerca del cabo de San Agustín.

Pero fue el segundo quinquenio de la década de 1630 el periodo más comprometido para San Sebastián. Francia se sentía acorralada y se alió en 1635 con el frente antiaustracista de holandeses, suecos y saboyanos. En 1636, mientras por el norte llegaban los españoles hasta Corbie, cerniéndose sobre París, en el Labort guipuzcoanos y navarros se apoderaron de Hendaya, Urruña, Socoa, Ciboure y San Juan de Luz, retirándose en 1637 ante las dificultades para mantenerse en tales posiciones. Y eso que en dicho 1636 una escuadra guipuzcoana, con varios bajeles donostiarras y Alonso de Idiáquez a la cabeza, frustró un amago de ataque galo a Guetaria. Una contraofensiva francesa, guiada por Luis II de Borbón, príncipe de Condé, y contando con unos veinticinco mil infantes y dos mil jinetes, más artillería, se adueñó de Irún, Oyarzun, Rentería, Alza y Pasajes. Refugiados y civiles inhábiles para la lucha huyeron de San Sebastián. Pero el Gran Condé renunció a asediar la plaza donostiarra, como tampoco lo hizo la flota francesa que había derrotado a una escuadra española en aguas guipuzcoanas, pasando el uno y la otra a sitiar Fuenterrabía (1638). Donostiarras, como Alonso de Idiáquez, formaron parte de las tropas que recuperaron Alza y Pasajes. Y luego lograron al fin levantar el cerco, de manera que los franceses centraron sus objetivos pirenaicos en Cataluña, sublevada desde 1640.

Las derrotas hispanas en los frentes flamenco, italiano y catalán, su catastrófica situación marítima (tras el descalabro naval de las Dunas en 1639 -con Antonio de Oquendo encabezando la fuerza española-), el pacto franco-inglés de 1657 y los apuros en Portugal (caída de Elvas en 1658) forzaron a España suscribir la paz de los Pirineos, firmada el 17 de noviembre de 1659 en la isla ondarrabitarra de los Faisanes por Luis Méndez de Haro, marqués del Carpio, y por el cardenal Jules Mazarin en nombre de Francia. Se confirmaban de esta suerte la pérdida española de hegemonía en el Europa y el arranque de Francia como gran potencia continental. El brillo del prescrito matrimonio de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV y de su primera esposa Isabel de Borbón, con Luis XIV de Francia en San Juan de Luz, el 9 de junio de 1660, no ocultaba la conciencia colectiva de fracaso en la Península, como anota Luis Enrique Rodríguez-San Pedro.

El 15 de abril de 1660 partían de Madrid Felipe IV y María Teresa, con una nutrida y abigarrada comitiva. Nobles, eclesiásticos, cuatro cirujanos, un barbero, aposentadores, ujieres de cámara, vianda, frutería, cava y sausería, palafreneros, sobrestantes de coches, correos, trompeteros, herradores, dueñas de retrete y otros criados y soldados asistían a las reales personas. Y entre ellos el pintor áulico Diego Velázquez (quien fallecería a la vuelta meses después). La entrada en Guipúzcoa, por Salinas de Léniz, fue, al decir de Adrián de Loyarte, tan espléndida como la brindada a Felipe III, a pesar del mal tiempo. La Provincia había movilizado a diez mil hombres para el trayecto por el Camino Real hasta Hernani y de ahí a San Sebastián. Escoltaron por tanto a rey e infanta los diputados generales Pedro Ignacio de Idiáquez y Martín de Zarauz y Gamboa, caballeros de Alcántara y Calatrava respectivamente. El 12 de mayo se detenían en el alto de Oriamendi y en el cerro de San Bartolomé para contemplar la villa y el gentío, que esperaba en el tómbolo, entre otros Domingo Osoro Landaverde, capitán general (10), y un escuadrón de mil quinientos donostiarras, vistosamente uniformados y dirigidos por Bernardo de Aguirre, uno de los alcaldes de la villa. Juan Bautista Martínez del Mazo reproduciría la escena (11). Mientras se disparaban salvas de artillería y mosquetería, Osoro recibió al monarca, a quien el alcalde Francisco de Orendáin ofreció las llaves de la villa.

El soberano y su hija fueron hospedados en el palacio de los Idiáquez, que disponía de magnífico oratorio, elegantes patios y jardines. El de los Oquendo y el de los Echeverri, en la calle de la Trinidad, albergaron a otras personalidades como el marqués del Carpio. Las casas aparecían engalanadas con tapices y reposteros en los balcones. Después del almuerzo aquéllos pudieron presenciar una exhibición de danzas vascas frente a su alojamiento, abarrotando los vecinos la calle Mayor y adyacentes. El día 13 visitaron el puerto, donde disfrutaron de un espectáculo de ejercicios náuticos ejecutados por marineros y grumetes. El 14 Felipe IV invitó a comer a personalidades francesas, encabezadas por el mariscal Henri de La Tour d'Auvergne, vizconde de Turena, y por el secretario de Estado Michel Le Tellier. Por la tarde acudieron las reales personas a una fiesta en el puerto de Pasajes. Embarcadas en la Herrera, lo recorrieron en una gabarra remolcada por dos chalupas de seis remeros cada una, seguidos por otras y falúas. Algunas con las célebres bateleras, cantadas por Lope de Vega e invitadas posteriormente por el rey para un festejo en el estanque del Real Sitio del Buen Retiro en Madrid. Hubo música de clarines, violines y otros instrumentos, cantos y disparos de saludo de artillería y mosquetería, procedentes de siete fragatas, el galeón Roncesvalles, la donostiarra torre de San Sebastián (Pasajes de San Pedro) y el ondarrabitarra castillo de Santa Isabel (Pasajes de San Juan). Además se botó un navío de gran porte, construido por Juan de Soroa para Capitana Real.

Mientras, el palacio donostiarra de Mancisidor acogía a Diego de Tejada, obispo de Pamplona, y a su séquito. Durante el 15 y el 16 se sucedieron las reales audiencias. Entre las personalidades fueron vistas varias autóctonas, como los diputados generales de Vizcaya, Pedro de Zubiaurre y Antonio de Irazagorría Butrón, o el representante de Navarra Martín Daoiz -éste el día 29-. La mañana del 17 estuvo dedicada a oír misa en la iglesia del convento de San Telmo, destacando su órgano. Transitaron monarca e infanta por sus otras dependencias, especialmente la biblioteca, con su rica colección de incunables y libros, muchos impresos en Flandes. Un festejo vespertino, organizado por el concejo, les permitió observar toda clase de tipos, trajes, escenas y bailes. El 18 regocijo en la marina, con una "pesquería", participando barcos, lanchas y redes por la bahía. Siguieron jornadas con más fiestas y recepciones. Incluso, según Loyarte, Ana de Austria, madre de Luis XIV, acudió a San Sebastián, dándose un animado trasiego entre ésta y San Juan de Luz, donde se hallaba asentada a la sazón la corte francesa. Entretanto hervía la conferencia diplomática en Fuenterrabía.

La mañana del 27 de mayo tuvo lugar la fastuosa celebración del Corpus Christi, presidida por Felipe IV, con la concurrencia de los más granado de la corte española, dignatarios de la francesa y feligresía donostiarra. Por una calle Mayor alfombrada de flores y flanqueada por soldados, el soberano, toisón de oro al cuello, a caballo, se trasladó a la iglesia de Santa María. Penetró bajo palio a los acordes del órgano, mientras repiqueteaban las campanas y descargaban los cañones del castillo. Los asistentes ilustres llenaban, con sus lujosas vestimentas, las tres naves. Los vecinos, con sus mejores galas, ocupaban los huecos restantes, el claustro de Santa Marta y los aledaños del templo. Iluminaban el interior del mismo arañas de cristal y de plata dorada, doce grandes candelabros de plata repujada y profusión de candeleros. Ofició la misa pontifical el obispo de Pamplona, hallándose presente el patriarca de las Indias, arzobispo de Tiro y limosnero mayor Alfonso Pérez de Guzmán. Al organista se sumaron cuatrocientos cantantes y numerosos instrumentos de cuerda.

Luego se desarrolló la solemne procesión eucarística. Aromas y colorido en las calles (rosas, laureles, azahares, tomillos, nardos, juncias y hojas verdes). Policromía de las colgaduras en balcones y ventanas (tapices -algunos flamencos y otros orientales-, reposteros, paños con iconografía mariana o colchas de encaje de bolillos). Salvas desde el castillo y los buques anclados en la Concha; arcabucería desde el frente de Tierra y arenal; y campanadas sacramentales desde todas las iglesias, incluida la de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora (perteneciente al colegio de la Compañía de Jesús, levantado entre 1627 y 1671 en la calle de la Trinidad con la protección de los Oquendo, y dinámico centro litúrgico y pedagógico). siendo reputados sus sermones en euskera). Abrían atabaleros y trompeteros la comitiva, con hacheros a ambos lados. Detrás los miembros de las cofradías donostiarras (San Eloy, San José, San Andrés, San Francisco o la Vera Cruz); mayordomos y maceros; franciscanos, dominicos y jesuitas con acólitos con incensarios; cruces procesionales de las parroquias; caballeros de las órdenes militares; clérigos; nobleza titulada; consejeros regios; ediles; un gran banda de música; la custodia llevada bvajo palio por el obispo pamplonés; Felipe IV; embajadores; alto clero; y personal palatino. María Teresa vio desde el balcón principal del palacio de los Idiáquez el cortejo.

Este se allegó a la puerta de Tierra, donde se había erigido un altar. Después de entonar salmos, bailar unos cien danzantes, soltar palomas blancas y lanzarse pétalos de rosa, regresó por San Jerónimo y Trinidad a Santa María, donde se cantó un tedéum. Continuaron fiestas profanas en la plaza de Armas (Vieja) y otras rúas, alegradas principalmente con danzas vascas, hasta bien entrada la noche. El 2 de junio monarca, infanta y séquito abandonaron San Sebastián, navegando de la Herrera a Rentería, desde donde prosiguieron hasta Fuenterrabía. Felipe IV, satisfecho, otorgó a la villa donostiarra el título de ciudad el 7 de marzo de 1662.

4.5.7 LA CATÁSTROFE DE 1688.

Durante el segundo conflicto con Francia bajo el reinado de Carlos II, el País Vasco no fue escenario bélico al apostar los franceses por el frente catalán y a causa de la presencia disuasoria en 1674 frente a San Sebastián de una escuadra de cuarenta y cinco navíos de los aliados holandeses, capitaneados por el contraalmirante Cornelis van Tromp. En 1684 el enfrentamiento fronterizo no tuvo consecuencias bélicas en San Sebastián, puesto que quedó limitado al cañoneo recíproco entre Fuenterrabía y Hendaya. Pese a la tregua de Ratisbona, en 1685 se detectaron movimientos de tropas francesas en torno a Bayona, al tiempo que se hablaba del apresto de una flota en Brest con el fin de atacar San Sebastián. Al final nada hubo. Pero ello no dejaba de perturbar la economía donostiarra, tan vinculada al comercio con Francia (2), como subraya Henry Kamen. Y durante la Guerra del Palatinado tuvo San Sebastián la fortuna de que no se materializaran ninguna de las alarmas entre 1692 y 1694 (ajetreo castrense terrestre y naval y refuerzo de fortificaciones en el Labort). Máxime en tanto en cuanto la ciudad no se había recuperado todavía del siniestro de 1688.

El 7 de diciembre de aquel año se abatió sobre San Sebastián un tremendo temporal, con lluvias torrenciales y poderoso oleaje, provocando inundaciones, derrumbes y desprendimientos. Pero a las 16 horas un rayo cayó sobre el castillo de la Mota, explotando el almacén de pólvora (más de 800 quintales) y municiones. La fortaleza quedó arrasada, falleciendo su escueta guarnición -diez soldados-, parquedad ya criticada en 1679 por la viajera y escritora Marie Catherine Le Jumel de Barneville, baronesa d'Aulnoy. El castellano, malherido, se salvó, como también el muy venerado por los donostiarras Santo Cristo, inopinadamente intacto. Su pared trasera orientada hacia la ciudad resistió además, atenuando la caída sobre ésta de grandes bloques de piedra del reventado alcázar. Cascotes y maderos ardiendo se ensañaron, no obstante, con el núcleo donostiarra y el puerto. En éste fallecieron dos marineros y una mujer; en la ciudad un pintor y un niño; si bien hubo numerosos heridos.

Los daños ascendieron en una primera evaluación a cincuenta mil escudos. Pero se produjeron desperfectos difíciles de cuantificar en el patrimonio histórico-artístico. San Telmo perdió su biblioteca (más de cinco mil volúmenes según Loyarte). Su arquitectura fue maltratada, como la de Santa María -donde el retablo mayor y las vidrieras fueron destruidos-, el colegio jesuita y sobre todo Santa Ana. Este convento de carmelitas descalzas se había establecido en 1663 en la iglesia de Santa Ana -pasando el ayuntamiento de su sobrado a la casa lonja municipal (entre las calles de Igentea y Campanario-, construyéndose un nuevo edificio desde 1666. Otro rayo había derruido la capilla mayor y campanario de San Sebastián el Antiguo. El amaine de la tempestad el 8, día de Nuestra Señora del Coro, la indemnidad de las carmelitas y sustancialmente la preservación del Santo Cristo de la Mota avivaron las reacciones de piedad de los donostiarras, evidentemente dentro de la dominante sensibilidad barroca.

Se multiplicaron los oficios religiosos. Se sacó en procesión el Santísimo Sacramento de Santa María, adorado con esa devoción que había inspirado el grabado de la arribada en 1616 a San Sebastián del cadáver embalsamado de Luisa de Carvajal y Mendoza (12) (+Londres 1614). El capitán general duque de Canzano, aunque preocupado por la reconstrucción de la capilla de la Mota, apeló a la corte en demanda urgente de soldados, dinero para los primeros arreglos en las fortificaciones y pólvora. Ciudad fronteriza con Francia, en San Sebastián residían además unos trescientos naturales de dicho reino. Se le enviaron mil doblones y trescientos quintales de pólvora desde la Real Fábrica de Pamplona. Los ingenieros militares Hércules Torrelli y Diego Luis de Arias serían los encargados de las reparaciones pertinentes (3).

4.5.8 DE LA PAZ A LA GUERRA (1700-1721).

Fallecido Carlos II -quien había titulado a San Sebastián "Muy Noble y Muy Leal" en 1699, y conocido su testamento en favor de Felipe V frente a las aspiraciones del archiduque Carlos de Austria, Guipúzcoa optó por aquél, pese a sus recelos en cuanto a la política centralista de Luis XIV, su abuelo, en Francia y más concretamente en el vecino Labort. Sin embargo, ni San Sebastián ni Fuenterrabía disponían de verdaderas guarniciones, y los veinticinco mil soldados galos acantonados en la muga la persuadieron, a juicio de Alfonso F. González, a reconocer al duque de Anjou. Además, la colonia mercantil francesa en San Sebastián y la ausencia de beligerancia en la frontera en las últimas décadas habían reforzado las relaciones entre guipuzcoanos, labortanos y bordeleses (2), a pesar de algunas fricciones. Recuérdese que Barcelona había sido bombardeada por los franceses en 1697. Por otro lado, una alternativa que condujera al reparto de la monarquía española, como se había acordado en 1698 y 1699, hubiera llevado a que Inglaterra y las Provincias Unidas aceptasen la anexión de Guipúzcoa por Francia.

Por consiguiente, los guipuzcoanos se esforzaron por prodigar agasajos a Felipe V en su inminente tránsito por su territorio. A cambio se le solicitaría la confirmación de los fueros guipuzcoanos, lo cual se verificaría entre 1702 y 1704 al quedar el soberano satisfecho de las muestras de fidelidad de la Provincia. San Sebastián por de pronto gastó veintidós mil reales de plata en la compostura de sus caminos. La comitiva del monarca (tres mil jinetes, ciento ochenta coches y numerosos carruajes) atravesó el 22 de enero de 1701 por un puente de barcas el Bidasoa. El rey y sus allegados lo hicieron en cinco góndolas, él en la mayor y más aderezada, con el estandarte real con el que la Provincia había obsequiado en otro tiempo a Santa María de San Sebastián, en la proa. Por cierto muchos de los personajes que le esperaban en el desembarcadero del Juncal habían adquirido prendas, telas y adornos en Bayona y San Juan de Luz días antes. Le cumplimentaron en nombre de la Provincia Francisco de Idiáquez, duque de Ciudad Real, y los diputados a guerra, entre ellos el santiaguista y donostiarra José Antonio de Leizaur. Compareció también el obispo de Pamplona Juan Iñiguez de Arnedo. El 24 se trasladó a Hernani.

Y la tarde del 26, al mejorar la meteorología, visitó a caballo San Sebastián. Según Alfonso F. González, el recibimiento fue apoteósico y costó al concejo cuarenta y cuatro mil reales de plata. Este había movilizado una milicia de mil quinientos hombres. Estos y el vecindario, con sus mejores galas, aclamaron al soberano, a quien el alcalde y el gobernador del castillo le transfirieron las llaves de la plaza. Engalanada como otras calles, por la Mayor Felipe V accedió a Santa María, donde se cantó un tedéum. Inspeccionó las fortificaciones y presenció los ejercicios náuticos de dos fragatas en la Concha. No faltaron las salvas de rigor desde el castillo, murallas y navíos antes de volver a Hernani. El 3 de febrero dejó Guipúzcoa por Salinas de Léniz.

La Guerra de Sucesión de España (1701-1714) apenas se dejó notar en el mismo San Sebastián. Varias alertas por amenazas marítimas anglo-holandesas entre 1701 y 1706, la sugerencia de Luis XIV de cubrir el vacío de guarnición con soldados franceses en 1705 y el paso de algunas tropas y prisioneros hasta 1710 cerca por el Camino Real. En 1706 la Provincia rechazaba la invitaciones de sumarse a la rebelión de Aragón por parte del marqués de Minas y el conde de Corzana. Por otro lado, pese a la tradicional oposición de San Sebastián a admitir cónsules, por ser origen de trabas al comercio y contrabando y de posibles espionajes, la Corona le impuso entre 1703 y 1713 la permanencia del francés Pedro Gilliberti.

San Sebastián, controlada por las fuerzas del capitán general Luis Riggio y Branciforte, príncipe de Campoflorido, si bien en un ambiente de elevada tensión, quedó al margen de los motines de la Machinada de 1718-1719, que, a causa del traslado de las aduanas a costa y frontera (1717) (2), se desencadenaron en Vizcaya y Guipúzcoa occidental. La exención de los géneros consumidos en Guipúzcoa y posteriormente la Guerra de la Cuádruple Alianza evitaron la propagación insurreccional. En 1723 la Corona, vistas la oposición foral y la ineficacia de la medida, la revocaría.

En 1719 la campaña de la Cuádruple Alianza (Gran Bretaña, Francia, Provincias Unidas y Austria), protagonizada en el norte peninsular por James Stuart Fitz James, duque de Berwick, el príncipe de T'Serclaes de Tilly y el conde James de Stanhope, reaccionaba a la nueva política de Felipe V, revisionista del Tratado de Utrecht (1713), particularmente en lo referente a Italia. Tras la caída del castillo de Behobia -recientemente fortificado y posteriormente volado-, Irún, Fuenterrabía -cuyas defensas y habitación civil sufrieron cuantiosos desperfectos en un tenaz bombardeo entre mayo y junio-, y Pasajes, los franceses pasaron a sitiar San Sebastián por tierra y, con apoyo británico, a bloquearla por mar (11 pinazas y 4 fragatas).

Previamente, la ciudad puso a salvo a mujeres, niños y archivos -el municipal al convento oñatiarra de Aránzazu y los eclesiásticos al santuario jesuítico de Loyola (Azpeitia)-. Se destruyeron los puentes de madera donostiarras sobre el Urumea en Loyola y Santa Catalina. En este arrabal se derribaron el hospital de San Antonio Abad e iglesia adyacente. Para fines clínicos se habilitaron los conventos de San Telmo y de Santa Teresa y el colegio de los Jesuitas. La Provincia aportó a la ciudad compañías forales de Azcoitia, Azpeitia, Cestona, Lazcano, Legazpia y Villarreal, a las órdenes del sargento Francisco Ignacio de Alcíbar Jáuregui. El brigadier Alejandro de la Mota, gobernador militar de San Sebastián, al mando de 4.000 hombres, determinó que se realizasen traveses por Urgull y en el hornabeque de San Carlos. Lo asesoraban los ingenieros militares Pedro Moreau y Juan Pedro de Subreville.

El 30 de junio se asentaron tropas enemigas en torno al convento de San Francisco, y el primero de julio en el cerro de San Bartolomé, alojándose en la casería de Ayete el duque de Berwick, el cual encabezaba 16.000 soldados. Fueron fallidos los intentos británicos por tomar la isla de Santa Clara, pese a estar apoyados por el fuego francés de las trincheras de Igueldo y la batería de Loretopea, donde la ermita de la Virgen de Loreto resultó derruida. Desembarcados pues los cañones aliados en Pasajes, sometieron a bombardeo la plaza, especialmente el frente de la Zurriola -el más frágil-, desde las baterías de cañones y morteros establecidas en la ribera derecha del Urumea -de Ulía al Churrutal-. Así como igualmente desde la instalada junto a Santa Catalina -la más dañina, con 6 piezas artilleras-. Desde San Bartolomé los franceses, que habían saboteado el acueducto de Morlans, habían ido avanzando, gracias a un camino cubierto de fajines y gaviones terraplenados, y construyendo de noche trincheras del tipo paralela a través del tómbolo, hasta acceder al mencionado hornabeque, si bien eran continuamente hostigados por 6 cañones trasladados ex profeso a la isla de Santa Clara. En ésta 40 soldados del regimiento de Zamora y 30 civiles evitaron todo desembarco enemigo en el arenal de San Martín, aguantando las andanadas de una batería y una trinchera erigidas por los franceses en el monte Igueldo.

La ciudad llegó a estar sometida al disparo de 30 cañones y 16 morteros. La neutralización artillera del Cubo Imperial y dos boquetes en las murallas -el mayor entre el cubo de Don Beltrán (o Amézqueta) y el de Hornos, y el otro entre éste y el baluarte de Santiago (conociéndose dicho lugar desde entonces con el nombre de "La Brecha")-, ambos suficientemente practicables por los asaltantes, obligaron a la guarnición a replegarse al castillo de la Mota el primero de agosto. Y el regimiento de Picardie se hizo con el control de las puertas de Tierra y del Muelle, capitulando la ciudad, cuyo alcalde y coronel era a la sazón Antonio de Amite Sarobe. Para evitar la reiteración de víctimas civiles se dispusieron en las bocacalles enfiladas desde la fortaleza barricadas, empleando los materiales de obra de la plaza Nueva, hacía poco iniciada por el mentado Torrelli (13). Finalmente el 17 los defensores de Urgull y Santa Clara se rindieron.

El 25 de agosto de 1721 los 2.000 franceses que ocupaban San Sebastián la evacuaron, después de la firma de los acuerdos de La Haya (1720) y de Madrid (1721), en los que el monarca español declinó sus iniciales pretensiones. Se evaluaron las pérdidas en 317.000 pesos, más los indispensables para reconstruir los puentes y el acueducto, y transferir el hospital a la casa de la Misericordia en el barrio de San Martín (construida en 1714). La iglesia de Santa María hubo de ser reforzada con vigas de hierro y por último reemplazada su fábrica por otra, barroca, financiada por la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas (1743-1774). En 1723 el sector de Santa Catalina permanecía aún yermo. Su puente sería reconstruido en madera, no llegándose a ejecutar las propuestas en piedra de Jaime Sicre (1740), Felipe Cramer (1757), José de Arzadun y Juan Ascensio de Chorroco (ca.1780) y Francisco de Ibero (1787). Desde 1721 los planteamientos de diversos ingenieros militares para la rehabilitación de las fortificaciones (Torrelli, Isidro Próspero Verboom o Juan de Landeta) no llegaron, sin embargo, a cristalizar, salvo algunas excepciones -batería de Bardocas, la alta del Gobernador, el baluarte del Mirador, la contraguardia de San Felipe, etc.(3). De los siete navíos disponibles por los armadores donostiarras cinco fueron apresados en la expedición española a Sicilia y dos vendidos para gastos de intendencia. Además, aprendida la lección, la actividad astillera se alejó de la frontera, desplazándola particularmente a Guarnizo, a donde se trasladaron en 1726 unos cincuenta carpinteros de ribera guipuzcoanos, o a El Ferrol.

4.5.9. EL SIGLO DE LAS LUCES (1721-1793).

San Sebastián, de la que se desagregó en 1731 Alquiza y en 1805 Pasajes de San Pedro, trató de remontar su marasmo. La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas fue el motor de dicho esfuerzo (1728) (2) y jugó un considerable protagonismo en la ciudad, incluso después de que su sede fuera trasladada a Madrid en 1751. En Pasajes, donde recalaba su flota, poseía astillero y almacenes. En Venezuela La Guaira era su centro de operaciones. En 1742 (Guerra del Asiento anglo-española (1739-1748 prestaba a la ciudad cañones para la batería de Mompás -monte Ulía-, ante la amenaza de un posible ataque británico. Pero en tierra los Pactos de Familia (1734, 1743 y 1761) con Francia disiparon durante décadas el riesgo de hostilidades en la muga guipuzcoana. Se erigía una nueva Santa María desde 1743 con fondos de la Guipuzcoana (14) -con cuyo comercio de había reafirmado la afición donostiarra por el chocolate-. Y el faro de Arrobi en Igueldo (1778) con los del Consulado, que en 1723 se instalaba en la segunda planta de la mencionada flamante casa consistorial en la plaza Nueva.

A ésta, para no distraer las maniobras militares, se habían mudado desde la Vieja las corridas de toros y otros festejos como los bailes al son del chistu y tamboril -reservándose la guitarra, el violín y otros instrumentos para los interiores-, o el zezen-zusko -toro de fuego, que la tradición decía importado de China mediado el XVII por marineros donostiarras-. Y entre los regocijos de aquellos donostiarras no faltaban tampoco los bolos -junto al frontón del frente de Tierra-, el billar o los naipes. En la celebración de la recuperación de Orán por José Carrillo de Albornoz, duque de Montemar, no estuvieron ausentes los fuegos artificiales.

Pero la tranquilidad y los intereses mercantiles donostiarras se vieron inquietados con la Machinada de 1766, alzamiento popular de subsistencia (básicamente en torno al precio y penuria del cereal), que había prendido en numerosas villas guipuzcoanas (2). De esta manera, San Sebastián asumió la responsabilidad de la represión, con acuerdo de la Provincia. El Consulado y la Guipuzcoana la apoyaron financieramente. El 22 de abril partieron seis compañías, dirigidas por el alcalde Manuel Antonio de Arriola, formadas por vecinos de la ciudad, Oyarzun, Rentería y Urnieta, y auxiliadas por trescientos soldados del castillo al mando de Vicente Kindelán. Se les unieron otros refuerzos guipuzcoanos (Vergara, Tolosa, ...), y señaladamente notables -por motivos más tradicionalistas-, como Joaquín de Aguirre, marqués de San Millán, Francisco Javier de Eguía, marqués de Narros, y Francisco Xavier María de Munibe, conde de Peñaflorida. Después de controlar Azpeitia, Azcoitia y Elgóibar, principales focos insurgentes, el corregidor de Guipúzcoa Benito Barreda Yedra y el mentado alcalde procesaron a los trescientos rebeldes apresados (unos setenta en la cárcel de San Sebastián). Sin embargo, la grave situación del campesinado guipuzcoano persistió.

Precisamente, las tertulias azcoitiarras del citado conde habían sido en 1764 el embrión de un proyecto regenerador ilustrado, la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, empero no cuestionadora del orden social establecido, como señala Xosé Estévez. Si bien impulsaría la creación en San Sebastián de escuelas de primeras letras y de dibujo -existiendo desde 1765 la de náutica del Consulado (15), no colaboraría con la Sociedad de Amigos del País de San Sebastián, fundada en 1779 por Manuel Ignacio de Aguirre y defensora de unos intereses terciarios locales diversos. Con cuarenta y ocho miembros, su vida sería efímera. Si las prédicas en 1746-1747 de José Francisco de Isla eran una muestra de la vitalidad del colegio de la Compañía de Jesús, la expulsión de ésta en 1767 de España no benefició culturalmente a la ciudad. Esta, por otra parte, se dotaba en 1769 de nuevas ordenanzas municipales, con inclusión, no obstante poco operativa, de cuatro diputados del común y un síndico personero, de elección popular, para el control de abastos y consumo.

Una década después, otro ilustrado, el emperador germánico José II de Austria, se acercó desde Bayona a Fuenterrabía y San Sebastián un 26 de junio para examinar los efectos en unas fortificaciones reputadas seguras de los asaltos de 1719. En 1786 Luis Paret y Alcázar plasmaba la panorámica de la ciudad desde Ayete, así como la de los Pasajes (16), para la serie de puertos cantábricos encargada por Carlos III. Y en 1791, de 23 al 26 de agosto, Gaspar Melchor de Jovellanos, durante su estancia en San Sebastián, departió con Miguel de Lardizábal, Ortuño de Aguirre y del Corral, Esteban Cabarrús -asistente de la Compañía de Filipinas y hermano de su amigo Francisco- o Roque Javier de Moyúa y Ana Josefa de Mazarredo, marqueses de Rocaverde.

4.5.10. LA GUERRA DE LA CONVENCIÓN (1793-1795).

Como indica Paloma Miranda, San Sebastián había devenido en la segunda mitad del XVIII un núcleo esencial en la recepción y distribución de publicaciones francesas por su actividad mercantil, por la ausencia de un tamiz aduanero y por cobijar a numerosos extranjeros, particularmente galos, habiendo sido Guipúzcoa el primer territorio hispano en suscriptores de la Encyclopédie. Y ello pese a la vigilancia de los comisarios inquisitoriales, como Miguel Manuel Gamón. Por consiguiente, no era extraño que las ideas revolucionarias procedentes de la convulsa Francia calaran con mayor o menor intensidad entre la burguesía donostiarra, muchos de cuyos miembros habían estudiado en dicho país.

El punto de mayor efervescencia política radicó entonces en la Casa del Café, próxima a la puerta de Tierra y regentada por los italo-suizos José Antonio Gravina y Susana Saciano. Sus tertulias eran renombradas, quedando recuerdo de la discusión en 1790, entre otras, de Manuel Iturralde, familiar del Santo Oficio, con Esteban Cabarrús, cuya sobrina Teresa casaría con Jean-Lambert Tallien en 1794. Se llegó incluso a generar un clima de hostilidad contra los eclesiásticos refractarios franceses refugiados provisionalmente en una ciudad tan vinculada comercialmente con Bayona. De los exiliados españoles en ella (el abate José Marchena, etc.) provenía además una activa propaganda revolucionaria. El temor cundió entre los conservadores; así lo expresaba en 1791 el sacerdote Joaquín Antonio del Camino. San Sebastián, como Cádiz, se había hecho acreedora de la fama de simpatizar con la nueva ideología.

Desatada la guerra entre Francia y España en marzo de 1793, tras la ofensiva hispana, que alcanzó el río Nivelle, la poderosa reacción convencional irrumpió en la península. Vitoria y Bilbao cayeron en julio. Con los avances bélicos introducidos durante un XVIII sin modificaciones en las fortificaciones de Fuenterrabía y San Sebastián, la capacidad defensiva de éstas había mermado significativamente. Sus guarniciones era también insuficientes (mil setecientos hombres en la segunda). Por lo tanto, tras rendirse la primera el 1 de agosto de 1794 y caer Hernani -cortándose la comunicación con el ejército español-, el 4 en San Sebastián el gobernador militar Alonso Molina y el alcalde José Vicente de Michelena capitularon. El ánimo pesimista sobre el estado de la monarquía española, la convicción defectista de la obsolescencia defensiva y la esperanza de parte de la población en la implantación de un sistema político-social más avanzado alimentaron la inhibición en la resistencia donostiarra.

Tanto es así que la Provincia (Junta de Guetaria), descontenta con la política centralista borbónica, negoció una posible independencia con el amparo francés, como apunta Manex Goyhenetche. Pero las fuerzas de ocupación, incluida la Comisión Municipal y de Vigilancia donostiarra, se desempeñaron como tales, produciéndose exacciones (vg. el expolio del convento de Santa Teresa) y contrafueros que granjearon a los convencionales la enemistad de numerosos guipuzcoanos. Según Joseba Goñi, el impacto psicológico colectivo fue tal que la mentalidad contrarrevolucionaria arraigó con fuerza en Guipúzcoa, mientras que la élite ilustrada, frustrada por la conducta y el intransigente anexionismo franceses, giraba hacia modelos británicos, menos radicales, como ocurría ya con los vizcaínos. Por la paz de Basilea del 22 de julio de 1795 los franceses, que, como manifiesta Carlos Seco Serrano, habían barajado en las negociaciones, en un principio, la incorporación de Guipúzcoa y, para apresurar su firma, amenazado con demoler diferentes fortificaciones españolas como San Sebastián o Fuenterrabía -procediendo en ésta parcialmente, según detalla José Mª Roldán Gual-, abandonaron sin más San Sebastián. Esta, como el resto de la provincia, reintegró la monarquía española, cuyos dirigentes sin embargo albergaron durante mucho tiempo desconfianza. Los alcaldes donostiarras perdieron, por ejemplo, la custodia de las llaves de la ciudad. En ésta penetraría José I el 9 de julio de 1808. Pero del pactismo con Francia frente a Gran Bretaña y de la fría acogida a este Bonaparte se dará cuenta en otro capítulo.

NOTAS

1 En torno a 1598 la población donostiarra llegaría a unos 4.000 habitantes, en los albores del s. XVIII a menos de 6.000, y en 1799 a 10.478.

2 El panorama socioeconómico donostiarra a lo largo de los s.XVI al XVIII se recoge en otro capítulo de esta obra, obviándose en estas páginas su redundancia.

3 No nos detendremos en la descripción de las fortificaciones donostiarras, remitiéndonos al capítulo correspondiente a la evolución urbanística y arquitectónica de San Sebastián.

4 Actualmente San Marcial.

5 Cuyo deber era integrarse en la provincial cuando era movilizada por las Juntas de Guipúzcoa en sesión extraordinaria ante una emergencia bélica o un llamamiento real.

6 Constituían el concejo dos alcaldes, un preboste, dos jurados mayores, cuatro regidores y un síndico procurador general. (7) Con rango de coronel o brigadier y a sus órdenes con un teniente de rey (sargento mayor), dos ayudantes, un capitán de llaves y otros subalternos, estando adscritos al castillo un gobernador y un ayudante.

7 En 1580 reedificó su casa solar en Manteo, al pie del monte Ulía.

8 Monasterio de la Encarnación de Madrid y Museo del Louvre de París respectivamente.

9 Sin alcanzar las dimensiones del vizcaíno Motín de la Sal (1631-1634).

10 Este cargo se había desligado del de virrey de Navarra entre 1635 y 1644, y ya definitivamente desde 1646, fijándose su residencia en San Sebastián.

11 Monasterio de El Escorial

12 In hoc signo vinces, Museo Naval de San Sebastián. Fue poetisa mística y predicadora del catolicismo en Inglaterra

13 Terminada esta plaza mayor en 1723, dicho ingeniero fue también el autor de la casa consistorial, churrigueresca, y de la nueva fachada del monasterio de San Bartolomé.

14 Como analiza Montserrat Gárate, disuelta en 1785, con la Real Compañía de Filipinas como su sucesora.

15 En 1799 funcionaban en San Sebastián ocho escuelas de primaria para quinientos ochenta alumnos y siete para cuatrocientas diez niñas.

16 La Concha de San Sebastián, Palacio Real de La Zarzuela (Madrid).

 

© José María ROLDÁN GUAL, 1998

 

 

 


Geografía e Historia de Donostia-San Sebastián / Juan Antonio Sáez García, Javier Gómez Piñeiro... et al

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