Lurralde :inv. espac. N. 28 (2005) p. 69-84 ISSN 1697-3070

LA EPIDEMIA DE VIRUELA EN LEQUEITIO (1769)

Francisco FEO PARRONDO

Dpto. Geografía, Univ. Autónoma de Madrid

28049 Madrid

e-mail: francisco.feo@uam.es

Resumen: La epidemia de viruela ocurrida en Lequeitio en el invierno de 1769 afectó a más de 350 personas, la mayoría pobres y con déficits alimenticios e higiénicos, causando 14 fallecimientos, mayoritariamente personas de más de 60 años, lo que representa un 4% cuando lo habitual era que llegasen al 15% y, en casos extremos, al 40%, tal vez porque el doctor Luzuriaga utilizase la inoculación además de otros métodos menos polémicos que describe minuciosamente.

Palabras clave: epidemia, viruela, inoculación, Lequeitio.

Abstract: The smallpox epidemic in Lequeitio (1769). The smallpox epidemic that swept Lequeitio in the winter of 1769 affected more than 350 people, most of them poor and suffering from inadequate diets and hygiene. It caused 14 deaths, mainly among people over 60, amounting to a mortality rate of 4%, when normally this figure was 15% and, in extreme cases, 40%. This may have been due to the fact that doctor Luzuriaga inoculated his patients, in addition to using other less controversial methods, which he describes in detail.

Key Words: epidemic, smallpox, inoculated, Lequeitio

Resumé: L’epidémie de variole à Lequeitio (1769). L’épidémie de variole qui se déclara a Lequeitio dans le courant de l’hiver 1769 toucha plus de 350 personnes, des pauvres et des personnes présentant des déficits alimentaires et hygiéniques pour la plupart, faisant 14 morts, essentiellement parmi les plus de 60 ans, soit 4% à peine de la population, alors que les dècès touchaient habituellement dans de teis cas 15% de la population, voire 40% dans certains cas extrémes, et ce gráce, selon toute vraisemblance, au docteur Luzuriaga, qui eut recours à l’inoculation ainsi qu’a d’autres méthodes moins polémiques qu’il dècrit minutieusement.

Mots clé: épidémie, variole, inoculation, Lequeitio

1.- Introducción

Durante el Antiguo Régimen, "todo cambio demográfico estaba protagonizado casi exclusivamente por las crisis de mortalidad presentes de manera crónica en la mayor parte de las poblaciones del pasado" (Pérez Moreda, 1980, pp. 61).

Esta mortalidad catastrófica tenía dos grandes orígenes: pestes y epidemias y/o crisis de subsistencias. Entre las epidemias haremos especial hincapié en la viruela que se propagó "a un ritmo desconocido hasta entonces por toda Europa a lo largo del siglo XVIII" (Pérez Moreda, 1980, pp. 351) al encontrar "las condiciones más aptas para su propagación desde el momento en que aumenta la densidad y la movilidad geográfica de la población, por la facilidad que ello supone para la transmisión de la enfermedad por contagio directo interpersonal" (Pérez Moreda, 1980, pp. 374). En 1734, Voltaire señalaba que “de cada cien personas en el mundo, sesenta al menos tienen la viruela; de esas sesenta, veinte mueren en sus años más favorables y veinte conservan para siempre enfadosas secuelas; así pues, la quinta parte de los hombres son muertos o afeados ciertamente por esta enfermedad. De todos los que son inoculados en Turquía o en Inglaterra, ninguno muere, si no está enfermo y condenado a muerte por otra causa; nadie queda marcado; ninguno tiene la viruela por segunda vez, en el supuesto de que la inoculación haya sido perfecta” (Voltaire, 1976, pp. 82). En 1800, Francisco Piguillem describe el contagio de la viruela como “un angel exterminador (que) embiste, mata, destruye y llena de consternación a las familias y pueblos enteros” (Piguillem, 2000, pp. 2).La viruela leve (variola minor) generaba una mortalidad del 1% y la grave (variola maior) la hacía ascender en algunos casos hasta el 40% de los afectados (1).

En economías de subsistencia, el nivel alimenticio era deficiente y "la mortalidad general tendía a crecer considerablemente, o porque este nivel mínimo en ocasiones no se podía alcanzar, o porque una alimentación crónicamente precaria facilitaba la progresión de algunas enfermedades y en general la letalidad de muchas de ellas. También el bajo nivel de vida dejaba sentir su influencia negativa, ayudado por enormes deficiencias culturales, en múltiples aspectos de la higiene privada" (Pérez Moreda, 1980, pp. 51). No debemos olvidar que, incluso actualmente, "la alimentación como factor de salud tiene un alcance inmenso. Gran parte de la morbilidad de las áreas en desarrollo y de los espacios deprimidos que existen dentro de los desarrollados se deben a desnutrición (hambre cuantitativa= hambre total) y malnutrición (hambres específicas= hambres carenciales)" (Olivera, 1993, pp. 46).

2.- La epidemia de viruela en Lequeitio (1769)

Como prototipo del nivel sanitario del País Vasco en la segunda mitad del siglo XVIII nos vamos a centrar en la epidemia de viruela que afectó a Lequeitio, utilizando como base la "Memoria sobre la epidemia que se padeció en la Villa de Lequeitio el año de 1769. Dedicada a la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, por don Joseph de Luzuriaga, médico de ella"(2). Este autor firmaba frecuentemente sus comunicaciones a la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País como Joseph de Luzuriaga, simplificando su verdadero nombre (José Santiago Ruiz de Luzuriaga) (3). Había nacido en Zurbano (Álava) "de familia antigua y nobleza solar reconocida" (Usandizaga Soraluce, 1964, pp. 15) y ejerce como médico titular en diversas localidades: hasta 1763 en Villaro (4), hasta 1770 en Lequeitio, en 1771 en Logroño, desde 1774 en Bilbao. Debió fallecer en 1792, fecha en la que hay algunos documentos firmados por él en Bilbao y en la que "deja de figurar en el Catálogo alfabético de los individuos de la Real Sociedad de Amigos del País publicado en octubre del mismo año" (Usandizaga Soraluce, 1964, pp. 44).

Antes de centrarnos en el manuscrito de Luzuriaga, debemos señalar la sorpresa de que no aparezca mencionada dicha epidemia variolosa en las numerosas publicaciones existentes sobre Lequeitio, que sí hacen hincapié, en cambio, en otros desastres que afectaron casi constantemente a la villa y que redujeron sus efectivos demográficos:

a) Incendios en 1435 (Rodríguez), 1442 con 300 casas quemadas (Ocamica, Velilla), 1527 (Ocamica) y 1595 (Rodríguez, Velilla).

b) Epidemias de pestes en 1525 (Velilla), 1525-1526 (Ocamica), 1547 (Ocamica), 1578 (Ocamica, Velilla), 1596 (Velilla), 1597 (Rodríguez), 1598 (Madoz, Aguado, Fernández Pinedo)(5), 1664 (Ocamica) y 1721-1726 (Ocamica).

c) Inundaciones en 1593 (Ocamica).

d) Disentería en 1600 (Aguado, Ocamica, Rodríguez).

e) Terremoto en 1663 (Ocamica, Velilla).

f) Cólera en 1834 (Ocamica) y 1855 (Ocamica, Velilla) y

g) Gripe en 1918 (Velilla).

Parte de la mortalidad se debía a las crisis de subsistencias que dificultaban la alimentación. Basándose en un manuscrito de 1737 y 1740, Ángel Rodríguez apunta que "la manutención del pueblo en lo general consiste en la pesquería, viajes de ballenas, bacalao y viñedo que estos años se ha aumentado mucho" (Rodríguez, 1970, pp. 273). Este mismo autor señala que "las mujeres son muy laboriosas, a éstas se debe casi toda la cosecha que se coje de vino, además de la marinería que se halla minorada por falta de pesca y sobra de armadas en que muere mucha gente como en otros viajes" (Rodríguez, 1970, pp. 274). Desde principios del siglo XVIII hasta 1740 aumentó la producción de vino, decayendo posteriormente hasta 1778, "fecha a partir de la cual experimentó un incremento que situó su producción por encima de los buenos años de principios de siglo" (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 183-184).

Desde 1756, los precios de los alimentos se elevan considerablemente en Europa y España, acelerándose en Guipúzcoa desde 1766 hasta alcanzar su precio máximo en julio de 1771 (Fernández Albadalejo, 1975, pp. 175). La producción de trigo y maíz se recuperó ligeramente para reducirse en las décadas finales del siglo XVIII y primer tercio del XIX (Fernández Albadalejo, 1975, pp. 198). En 1805, en Guipúzcoa, la producción cerealista generaba excedentes en la mayoría de los pueblos y “sólo San Sebastián y Motrico necesitan granos de fuera” (Vargas Ponze, 1982, pp. 35). Este mismo autor señala que en localidades como Azcoitia, “la agricultura ha llegado a su maximum: no puede emplear más brazos, no hay caseríos para alojar matrimonios” (Vargas Ponze, 1982, pp. 87) situación grave si tenemos en cuenta que un 58’94% de sus habitantes tenía menos de 25 años (Vargas Ponze, 1982, pp. 27) (6). Esta situación general era muy preocupante en Lequeitio en los años ochenta del siglo XVIII ya que "eran de grave indigencia para el vecindario, por la espantosa hambre que asolaba al país. No había materias primas alimenticias ni medio de obtenerlas, con enorme escasez y carestía de granos y pan. Para facilitar el aprovisionamiento de este último, se dispuso por el Concejo el que a cualquier persona que introdujera en la Villa, pan, harina o grano (trigo o maíz), además de permitírsele venta libre sin limitación de precio, se le daría del fondo municipal una gratificación, mientras que quien sacara materias primas de la Villa, sería castigado con el máximo rigor. Había 31 panaderos, más al faltar la harina, se dispuso por el Concejo el verificar por sí mismo los repartimientos de pan" (Ocamica, 1966, pp. 152). La preocupación por las deficiencias alimenticias continuó siendo uno de los temas clave de las “geografías médicas” hasta bien entrado el siglo XX (Feo Parrondo, 2001), acentuándose tras la guerra civil (Feo Parrondo, 2001-2002).

Estos déficits estaban acompañados de otros no menos importantes relativos a la higiene, elemento clave a la hora de contagiarse enfermedades, y "a finales del siglo XVIII, el médico de la localidad veía con preocupación las malas condiciones de higiene y expuso reiteradamente al Ayuntamiento su denuncia del caso" (Velilla, 1996, pp. 57). Francisco Ocamica señala que hasta 1904 no se lleva el agua a las casas particulares, que hasta entonces se abastecían en las fuentes públicas (Ocamica, 1966, pp. 40). Esta preocupación por la higiene personal y de las viviendas predominó entre los médicos hasta que, a finales del siglo XIX, fue reemplazada por los avances en bacteriología (Urteaga, 1980, pp. 33, y Olivera, 1986, pp. 349), aunque algunos siguieron con el enfoque tradicional en las primeras décadas del siglo XX tanto en núcleos rurales como urbanos (Utanda Moreno y Feo Parrondo, 1995, y Feo Parrondo, 2202a).

Todos estos problemas no impidieron que el número de familias pasasen en Lequeitio de 234 en 1735 a 480 en 1786 (Aguado Bleye, 1921, pp. 5; y Velilla, 1996, pp. 18) (7). En 1787, Lequeitio era la localidad vizcaína con una mayor densidad de población (1.088 habitantes por kilómetro cuadrado), disponiendo de una renta per cápita de 104 reales de producto agrícola bruto (la media provincial era de 110)(8) y con un claro predominio de la actividad pesquera (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 94-95)(9), al igual que en Bermeo, Mundaca, Ondárroa, Portugalete o Santurce, mientras Bilbao tenía como principal fuente de ingresos el comercio, y Durango, Ochandiano, Valmaseda, Villaro y Ermua dependían básicamente de la industria.

A mediados del siglo XIX, Lequeitio contaba con 492 vecinos y 2.335 habitantes y había diversificado su economía produciendo: "vino chacolí, trigo, maíz, cebada, patatas, hortalizas y abundancia de frutas; cría de ganado caballar y de cerda; caza de liebres y aves de paso, y pesca de toda clase, particularmente merluza, besugo, atún, anchoa y sardina" (Madoz, 1847, t. 10, pp. 200), dedicándose la mayor parte de los naturales a pesca y cabotaje contando, según Pascual Madoz, con excelentes marinos y pilotos.

Antes de entrar en materia, Luzuriaga hace una dedicatoria a la "Docta Regia Utilissima Academia Bascongada" y al "admirable y nunca bastantemente alabado destino de los académicos cuerpos".

Inmediatamente, Luzuriaga inicia la descripción de la epidemia: "En la villa de Lequeitio a fines del invierno de sesenta y nueve, se dejó ver, en un barrio llamado Arranegui entre gente pobre y poco aseada que habitaba en bodegas o habitaciones húmedas, una fiebre que según sus caracteres puede llamarse pútrida-ardiente-maligna-pestilencial, y tan contagiosa que en breve tiempo se hizo casi general en dicho barrio entre la misma especie de gente que a excepción de un corto número fue el blanco de su furor; y por el mes de julio se contaminó al otro de Atea, en el que se extendió también bastante y duró hasta fines de este invierno con los mismos síntomas, aunque de más larga duración. Afligió más a las mujeres que a hombres, y su historia es ésta. Acometía a los más sin otras pírricas señales que un frío, que era seguido de dolor de espaldas, lomos y cabeza, unas veces agudo y otras gravativo, en unos hacia la frente o mollera, en otros hacia el cogote o nuca, en los más con ruido, inquietud, congoja en la boca superior del estómago, una tensión más o menos dolorosa en él, gusto amargo en la boca, y en los más corrompido, y aversión a lo más que se les daba.

El calor en unos era acre, y se aumentaba por la noche, y estos tenían el cutis seco, y sed grande desde el principio; los otros casi imperceptible, poca o ninguna sed en los primeros cuatro o seis días.

La lengua en los más se observó con una tez más o menos blanca, y en el aumento se hacía amarilla; a unos se les secaba antes del estado, a otros en él, y a los que se les hizo en medio una línea negra, y en los dientes unos ribetes pegajosos y negros deliraron mucho, y algunos se hicieron frenéticos, y los más de estos tuvieron herida la boca o lengua. En algunos se observó en toda la fiebre que la tuvieron roja, y casi tísica, que parecía bruñida, y todos éstos tuvieron muchas lombrices, y algunos perdieron la voz.

El pulso regularmente era blando, pequeño y bastante frecuente, aunque en varios se notó tarde en los primeros días; en unos se hacía casi imperceptible en el estado, en otros desigual.

En unos se notaban muy a los principios temblores en las manos y muñecas, y tenían el rostro y los ojos rojos, vigilias fuertes y delirio, en especial por las noches; en otros que tenían abotagados, sueños turbados con algún delirio, sordera, y a los más de estos, sopor en el estado.

Todos estaban boca arriba y algunos la tenían abierta, y los más no podían moverse ni aún para beber, y si los sentaban con facilidad se desmayaban. La respiración en los más era natural en toda la enfermedad, algunos la tuvieron como la del sollozo antes de hacerse frenéticos en el estado, otros la tuvieron anhelosa y a los más de estos les salían unas pintas rojas por el cuello, pecho y brazos que duraban tres, cuatro o más días, y a su ausencia venía la sordera y se facilitaba la respiración; a otros y eran los más les venía la sordera hacia el estado sin que tuviesen pintas y era buena señal; bien al contrario a los que venía antes, que siempre seguía el sopor, luego una o dos paxotidas y a varios de éstos el hipo.

Se notaron en todos varias especies de evacuaciones, que no aprovechaban hasta la declinación, excepto la diarrea viliosa, que a no ser excesiva, siempre aliviaba la cabeza. Los sudores aumentaban el dolor de ella, y debilitaban mucho antes de la declinación, en la que aprovecharon a algunos. En todo el curso de la fiebre echaban todos ya por vómitos ya por cámara más o menos lombrices y algunos en tanto número, que la corrupción en estos parecía llegar a tal grado que las orinas negras, hemorragias rebeldes y casi la gangrena exterior parecía anunciar la pérdida de todos ellos.

La sangre de narices copiosa, como también la que las mujeres echaban por el útero en la declinación fué buena, al contrario en corta cantidad, y antes de ella, como sucedió a una muchacha que echó por útero y narices en los principios algunas gotas, volvió a echarla en la misma cantidad hacia el estado, y en la declinación echó casi toda resistiéndose a todos los remedios y murió convulsa.

Las orinas en los más eran tenues y de buen color en toda la enfermedad, que regularmente, duraba mucho tiempo; en otros se vieron más o menos crasas desde los principios y fue regular detrás de las muy crasas venir las convulsiones, y en algunos el frenesí; tras de las que no eran tanto, y deponían al fondo su grosor, quedando en lo demás tenues, se observaban largas calenturas: hubo quienes echaron negras antes del estado, y en la declinación tuvieron la menstruación copiosa, otras echaron en la declinación, y todas con alivio.

La duración de esta calentura varía, pues aunque en la primavera y estío su término regular fue al catorce, no obstante en varios se extendió al veinte y uno, y treinta, y este término fue más regular en el otoño e invierno.

Su terminación regular fue por abscesos, pues en varios se observaba aún la gangrena exterior al hueso sacro y nalgas como una terminación crítica: en otros las parótidas, que no supuraban; a unos se les hinchaban los brazos o piernas hasta hacerse calamitosos y a otros les venían dolores en las articulaciones; y a los más les salía por todo el cuerpo una multitud de granos que no supuraban y duraban mucho tiempo. En algunos se le vio la crisis por sangre de narices y sudor, y aun a éstos salían dichos granos y en todos se dejaba ver en este tiempo como un enjambre de piojos por más curiosidad que tuviesen mientras la fiebre. La convalecencia en todos era muy larga y mucho mayor en los que tuvieron la gangrena o parótidas.

La causa ocasional de esta epidemia se puede reducir a las lluvias grandes del estío y otoño anteriores, que cargaron la atmósfera de una humedad excesiva, a los vientos australes del invierno inmediato que sumaron mucho a la privación de los septentrionales, y heladas del mismo (10), a la carestía y mala calidad de alimentos que usaron porque fue muy corta a casi ninguna la pesca del besugo hasta este tiempo, y por esto la gente pobre no tenía para comprar los alimentos regulares, se vio en la precisión de alimentarse de varios pescados mal secos como mielga botada, castaña y maíz que se recogieron con tiempo húmedo, y principalmente a la falta de limpieza de las calles, casas y aseo de sus mismos cuerpos.

La eficiente universal a la parte subsiguiente del ambiente, que Sidenaham llama diatesis oculta, y el grande Hipócrates cosa divina, que a priori no se conoce. No quiero detenerme en explicar cómo aquéllas disponen y ésta produce semejantes enfermedades, porque así lo han hecho muchos y graves autores, basta al médico saber que lo hacen, como dice Vans Wiesen (...).

Para pronosticar con acierto, dice Hipócrates que es menester observar y conocer aquella cosa divina que hay en los males epidémicos, y Galeno entiende por ella la constitución del aire que nos rodea. Por esta constitución se ve que muchos enfermos con señales mortales se libraron, como asegura Próspero Marciano (...). A ninguna otra puedo atribuir el suceso feliz de mis enfermos que de más de trescientos cincuenta sólo se murieron catorce y los más de éstos pasaban de sesenta años y los otros o tenían mal aparato de humores o cometieron algún error en la dieta (11).

Antes de entrar en el método curativo, quiero exponer las máximas que establecí para que en toda la fiebre sirviesen como de pauta general. Procuraba ante todas cosas se guardase una dieta tenue, y que se tuviese el cuidado posible en la limpieza de la ropa de la cama, del mismo enfermo, y del cuarto, haciéndoles mudar aquélla, y limpiar éste los más de los días, y algunas veces más a menudo habiendo necesidad; hacía que se regase el cuarto con vinagre si lo había, o que esparciesen por él algunas flores o hierbas que tuviesen un suave y buen olor. Que se ventilasen los cuartos y alcobas algunas veces al día, y en varias partes que tuviesen alguna ventana lo más del tiempo abierta. Finalmente, que se quitasen de la cama las cubiertas de pluma y se aligerasen las que eran muy pesadas.

No sé en qué puedan fundarse algunos médicos que privan de estos auxilios a sus enfermos por el vano temor de que no se constipen. Nadie ignora la necesidad que hay de mantener libre la transpiración, y que la porquería con otras causas la detiene, dice el doctor Pringle, y prosigue: <yo he observado en los hospitales que cuando se traían desde el campo las gentes, que tenían calentura, nadie se hallaba tan sudorífico para ellos como lavarles los piés, las manos, y algunas veces todo el cuerpo con vinagre y agua caliente, y darles ropa blanca(...).

En lo demás era preciso variar el método, pues aunque era regular empezar por una corta sangría, que se repetía alguna vez en los casos positivamente inflamatorios, no obstante se suspendía cuando se observaba en los principios un abatimiento grande con pulsos débiles y en los que se notaban ansias de vomitar, regueros podridos con suma inapetencia, empezaba por un blando vomitido ya que el oxinuel acílico y aceite de almendras dulces en mucha copia de cocimiento de cebada y grama, y muchas veces con esta sola se lograba que vomitasen bien.

Después procuraba templar el calor excesivo con la agua fría o la frisana de cebada, grama o escorzonera fría de nieve si la había y para conseguir la putrefacción alcalina de los humores daba en esta o la agua natural el zumo de limón o espíritu de vitriolo, y alguna vez también aquél en el caldo.

Siempre procuraba tuviesen el vientre libre con lavativas emolientes y atemperantes, como la de agua de pollo, malvas o cebada, ya con el de miel o con aceite de almendras dulces y muchas veces con la agua sola.

Para evacuar los humores viliosos corrompidos, que causaban un peso fuerte en el estómago e intestinos, y eran un fomento propio de muchas lombrices, les hacía tomar el aceite de almendras dulces reciente sacado sin fuego, mucha agua fría con el oxinuel simple o la miel rosada o la frisana de arriba con los tamarindos, y al fin de la fiebre algún purgante, proporcionado a la edad, fuerza vómitos.

Los casos particulares pedían sus remedios propios, como la inflamación de cualquier cavidad después de las evacuaciones de sangre moderadas, los nitrosos y diluentes, lavativas, fomentos o cataplasmas imolientes, que en todas las tensiones tenían mucho uso y muchas veces con estos últimos remedios se disipaban.

El principal síntoma que llevaba casi toda mi atención era la suma postración, que anunciaba una pérdida grande de fuerzas, que para repararlas, hallaba dos inconvenientes al parecer recuperables: el uno la grande aversión que tenían todos a los más remedios y al caldo; el otro la falta de medios para comprar los cardiacos por específicos, y alex fármacos que se tienen para este fin por mucha parte de autores médicos, que han medido las virtudes de los más de ellos o con la vara de un sistema o la de una física apasionada, descubriendo si con el vino se podría vencerlos, quise primero conocer el gusto de algunos enfermos porque muchas veces se han observado especiales efectos del poder del instinto, y vi que no sólo los que les gustaba sino que hasta las aguadas lo apetecían con una sed hidrópica. Decidido éste no tuve que detenerme en el segundo porque sabía por larga experiencia la grande caridad de las personas de distinción, asi eclesiásticas como seculares de esta villa, en especial la de un caballero que hizo de su casa taberna de pobres, y gastó por cargas el vino rancio con otras muchas limosnas, que hicieron así éste como otros muchos, y con ellas se pudieron socorrer más de doscientos pobres, que apenas tuvieron para los primeros caldos, y algunos su cama en que dormía.

Tampoco en la cuestión de si se debe dar vino en estas fiebres, aunque sí en el tiempo y cantidad, que lo había de dar, que Faesco en el libro 2 de las enfermedades agudas tratando del síncope o abatimiento de la fiebre ardiente explica bien y distingue los casos en que se debe dar de los que son peligrosos. Y puedo asegurar que noté en su uso los efectos, que podía desear. Ya sé que dirá alguno que es cardiaco de pobres, y que no tiene las recomendaciones que otros, y que es vergonzoso en un médico no gastar elixires, espiritus confecciones. Que sea muy propio para pobres, muy grato, y muy eficaz para todos, y por sus recomendaciones y autoridades merezca preferirse a todos los demás es cierto, pues desde Hipócrates que no se avergonzaba dando en muchas fiebres agudas, no le han faltado autores graves que lo apadrinen, y para que ni en las sagradas letras le falten citaré algunas.

Alexandro Italiano asegura que con sólo el vino sanaron muchos sin esperanzas de vida (...). Aún Riverio que es mi circunspecto en este asunto dice que es muy provechoso el vino en estas fiebres (...). Tomás Bartolerio asegura que un hombre abandonado de su médico en una fiebre bebió grande cantidad de vino del Rhin, que le hizo sudar mucho y le curó (...).

Que tenga la virtud de preservar del contagio y de la peste nos dice la experiencia (...). La experiencia está en la ciudad de Constantinopla, sujeta a frecuentes ataques de peste y todos los años a una fiebre pestilencial que ya se mira como endémica; véase la relación que Bimoni hace de la peste de aquella ciudad. No se puede atribuir dice Pringle al clima, porque en tiempo de los griegos era muy sana, tampoco a la mucha gente, estrechez, y porquería de las calles, porque los extranjeros son menos sucios que los turcos. Lo mismo las ciudades de Egipto, porque este país era más sano antes que lo poseyesen los turcos (...).

También en Senaax hacen estas fiebres más estragos, pero en los pueblos de Abisinia, que habitan los cristianos, es más cálida y confina con él, rara vez: cartas edificantes. ¿Cuál será pues la causa de esta diferencia?. La principal, la abstinencia que por precepto de religión tienen del vino y licores fermentados, que son antídotos soberanos contra la putrefacción, contribuye también el poco aseo, etc. Pues, si a estos infelices se les prohibe, a nosotros además de que se nos aconseja por tantos autores, creo que de algún modo se nos manda para la delicadeza y languidez del estómago, para la tristeza de ánimo, el miedo y la melancolía, que son un cuchillo afilado contra la vida de los que padecen esta fiebre, como se ve en el 35 de los Proverbios (...).

En las hemorragias excesivas he notado buenos efectos con el uso de la quina, cuya textura acidulada con el espiral de vinisto la hacía tomar en la pristana o en el vino si estaban débiles.

Los flujos de vientre excesivos se moderaban con el cocimiento blanco, o la agua de arroz acidulados con zumo de limón fríos.

En los disentéricos era precisa alguna vez que no cedía si a éstos de arriba o a la agua de pollo también acidulada, recurrir al vejuguillo, que lo daba según la necesidad, a unos como vómito y a otros como aliexante, esto es, a dos libras de esta agua, a la frisana usual añadía dos ascampulos de polvos de esta raíz, y una o dos onzas y les daba tres onzas de cuatro a cuatro horas de zumo de limón, lo que aprovechaba mucho.

Para las vigilias y delirios simples me valía de lienzos mojados en cocimiento de verbena y zumo de consuelda mayor, o en éste y leche. Y cuando eran grandes y continuas, si constaban las fuerzas, y tenían el rostro y los ojos rojos, de cuatro o seis sanguijuelas detrás de las orejas, y en los que tenían abotagado con un delirio sordo, de un vesicatorio en la nuca aun antes de que viniera el sopor, que era regular, como el que se aliviase con él.

Si aun así no cedía, o venían las convulsiones, les hacía poner en la cabeza un lienzo en cuatro dobles mojado en agua fría, y que lo repitiesen todos los cuartos de hora.

No puedo pasar en silencio la observación que me franqueó toda libertad para usar este remedio, a que muchas veces me atrajo una advertencia que el célebre Vans Wiece hace de él(...).

Fui el día trece de su fiebre a visitar una muchacha, que estaba usando el julepe moscado de Ferlier para el hipo que la molestaba mucho, y noté que, aunque la falta este accidente, como no fue regular (con intermedios) y los temblores que tenía, se quedó con una rigidez grande de miembros, el rostro amoratado, sin conocimiento alguno, delirando entre dientes, como quien marmotea, los ojos medio abiertos y vueltos arriba, y los pulsos sumamente bajos: mandé luego mi remedio y aplicado, antes del cuarto de hora abrió los ojos, preguntó a su hermana qué le había puesto en la cabeza, se le dijo lo que era, y pidió se la volviesen a poner diciendo que lo que la animaba se había acabado, oyendo esto mandé repetirlos y esta vez fue más sensible el efecto pues el rostro se puso ya natural, los pulsos se aumentaron y los brazos perdieron algo de la rigidez, que se desvaneció enteramente así ésta como todos los demás síntomas a pocas veces más que se repitieron y finalmente terminó por un sudor fétido que la vino aun estando con los paños en la cabeza. No quiero detenerme en explicar otras muchas cosas que observé en mi enferma para no hacer más molesta mi observación.

Quisiera, para que los médicos se dedicasen a usarlo, tener la recomendación de un Hipócrates, Galeno, Areces, Vuilis, Lientano, Mayer, Tiscot, Pome y otros muchos que lo autorizan con su consejo, y que le tienen la observación del doctor Planchón, médico de Toanaí, en el Diario de Medicina de París del mes de febrero de sesenta y nueve, que así se perdería el miedo que hay para usarlo, y sería utilísimo al público.

En las gangrenas exteriores, aunque parecían críticas, porque con ellas era regular remitiese la fiebre y síntomas, no obstante fue preciso en algunas el uso interior de la quina, del vino rancio y de la frisana con los ácidos, y en el exterior todo el cuidado del cirujano, que como consumado en su facultad, supo detener los progresos con pocos remedios, haciendo al cuchillo el mayor de ellos.

La inflación o hinchazón de piernas, brazos, etc., que venía en la declinación se conseguía con la frisana usual, el oximiel escilítico y un poco de nitro.

Las parótidas moviendo el vientre con blandura los cursos, excitando el tialismo que siempre mojaba casi un simple gargarismo, y poniendo sobre ellas el emplasto magnético de Angelo Sala, con lo que se resolvían con felicidad, unas por orinas crasas, recursos viliosos, otras por éstos y el nalismo (...).

Esta es la historia y método usado, cuya simplicidad me pareció más conforme a la naturaleza de mis enfermos no sólo porque eran pobres y porque no podrían comprar los remedios compuestos, sino porque la simplicidad de ellos veo dictada de los mayores médicos, que burlados de las virtudes fingidas que sus autores les dan en sus farmacopeas, siguieron esta máxima como más feliz (...). El más leve medicamento aplicado en la debida ocasión cura enfermedades poderosas (...)”.

3.- La inoculación de la viruela en el País Vasco

Los intentos de frenar los incrementos de mortalidad causados por la viruela se centraron en la inoculación, uno de los grandes debates científico-sanitarios de los médicos ilustrados europeos y de los posteriores. Según Pérez Moreda, "desde la década de 1720 se practicó en Europa la inoculación de la enfermedad en pequeñas dosis no fatales que pudieran provocar una inmunidad adquirida, pero este método encerraba indudables riesgos en ausencia de otros conocimientos médicos y profilácticos, pudiendo producir la muerte en algunos casos y el contagio de la enfermedad en muchos más. Aunque esta práctica no se extendió en Francia ni en España hasta la segunda mitad del siglo XVIII, provocó un estado muy tenso de controversia entre la opinión pública, que afectaría poco después al verdadero sistema de inmunización, es decir, la inoculación de la vacuna, descubierta por Jenner en 1796" (Pérez Moreda, 1980, pp. 74) (12).

En la etapa inicial la inoculación fue rechazada, aunque parezca paradójico, por los "Médicos de Cámara, los más cultos y mejor preparados" (Riera y Granda-Juesas, 1987, pp. 9) a través del Real Protomedicato fechado el 4 de agosto de 1757 (se conserva en Madrid en el Archivo Histórico Nacional, sección Consejos, legajo 50653). La Real Academia de Medicina condena la “Disertación sobre la inoculación de las viruelas” de José de Luzuriaga (1775) pero “este rechazo no impidió que el método se utilizara, evidentemente, desde varios años antes de la Real Cédula de 1798 en que se ordenaba poner en prácticas en los hospitales y Casas de Misericordia dicho método de inoculación” (Frías Núñez, 1992, pp. 58)(13). Se practicaba ilegalmente en Madrid con anterioridad a 1769, empezando a generalizarse en España desde 1771 por influencia de otros países europeos: "entre los defensores de la inoculación se encuentran los profesionales con mayor contacto con la medicina europea de la Ilustración, incluso en ocasiones son médicos y cirujanos extranjeros avecindados en España quienes defienden la práctica de la inoculación" (Riera y Granda-Juesas, 1987, pp. 13). En la lista de partidarios se incluyen Ignacio María Ruiz de Luzuriaga y un grupo de médicos vascongados (Riera y Granda-Juesas, 1987, pp. 13)(14).

Asimismo, también suscitó profundo debate la vacuna descubierta por Edward Jenner en 1798 y que se difundió rápidamente a nivel científico en Europa aunque las dificultades para conseguirla forzaron a continuar con el método de inoculación, especialmente en zonas rurales mal comunicadas. Por una parte, Cortezo señala que la primera vacunación en España fue practicada en mayo de 1796 (imposible puesto que Jenner no la difundió hasta 1798) y se aplicó poco en España pese a ser el primer país en decretar la vacunación obligatoria a través de la Real Cédula de 25 de abril de 1805, a la que siguieron numerosas disposiciones hasta la R.O. de 19 de enero de 1903, año en que la viruela aún causaba unas seis mil muertes anuales en España (Cortezo, 1903, pp.6) (15). Todo parece indicar que fueron bastantes los defensores de la vacuna en España, aunque no hay unanimidad sobre los primeros en aplicarla. Francisco Xavier Balmis, en 1803, tras citar el papel difusor de Jenner, Pearson, Woodville, Odier, Aubert y otros, propone a los médicos seguir el ejemplo de los doctores Luzuriaga y Zunzunegui y que no les detenga “el no comprender el misterio de cómo una sola gota de humor vacunal introducido debaxo del epidermis, que solo produce un simple grano, y una alteración general tan ligera y benigna que apenas se percibe, pueda ocasionar un fenómeno tan grande e inesperado, como librarnos para siempre del azote de las viruelas” (Balmis, 1987, pp. XXV).

Balmis fue uno de los mayores difusores de la vacuna en España al publicar en 1803 la traducción al castellano del “Tratado histórico y práctico de la vacuna”, escrito en 1801 por Jacques Louis Moreau de la Sarthe, principal divulgador de la obra de Jenner en Europa (Balaguer, 1987, pp. X).

Emili Balaguer señala entre los principales difusores a Ignacio Ruiz de Luzuriaga por su “Informe imparcial sobre el preservativo de viruelas” (presentado en 1801 a la Real Academia de Medicina) y a Francisco Piguillen (1770-1826), médico que practicó la primera vacunación contra la viruela en España, concretamente a cinco niños de la localidad de Puigcerdá en 1800, y que la defendió en un folleto titulado “La vacuna en España”(1801) (Balaguer, 1987, pp. X). En 1800, Piguillem se refiere a la vacuna como “nueva inoculación” (Piguillem, 2000). Según Balaguer, tras Piguilem, practicaron la vacunación Vicent Mitjavila y Francesc Salvá en Barcelona, John Smith en Tarragona e Ignacio María Ruiz de Luzuriaga e Ignacio de Jáuregui en Aranjuez y Madrid, Lope García de Mazarredo en Bilbao, Salvador Bonor, José Antonio de Irizar y Vicente Lubet en San Sebastián y Diego Bances y Vicente Martínez en Navarra (Balaguer, 1996, pp. 36).

Por su parte, Rafael Hernández Mercadal, defensor de la vacuna en su escrito de 1814, señala que se aplicó por primera vez en 1800 en Menorca (entonces británica) salvando a miles de vacunados de la epidemia variolosa de 1802 hasta el punto que, en dicha isla, “desde 1804 no se hallaba ningún facultativo que se atreviese hablar contra la vacuna” (Hernández Mercadal, 1987, pp. 15-16) siendo, asimismo, muy raros los padres campesinos que no considerasen “como una de sus más sagradas obligaciones vacunar a sus hijos” (Hernández Mercadal, 1987, pp. 16).

A finales del siglo XIX seguía siendo poco frecuente en la mayoría de los municipios la vacunación y se reducía a la parte más ilustrada de la población. Por ejemplo, en la localidad de Carcelén (Albacete) la viruela aparece en enero de 1897 y ante el retraso de aprovisionamiento de linfa desde la capital provincial se solicita a Barcelona, lo que permite vacunar a un total de 1326 vecinos (123 con linfa del Estado, 596 con la procedente de Barcelona y 607 con la de brazo a brazo), la mayoría en junio y julio tras elevarse a 12 los fallecimientos sobre un total de 201 personas afectadas (Feo Parrondo, 2002b, pp. 92). En 1943, estaba a punto de desaparecer en localidades como la madrileña de Navalcarnero por la difusión de la vacuna (Feo Parrondo, 2001-2002, pp. 166).

Sobre la inoculación de la viruela también hay un fuerte debate en el País Vasco, con opiniones y fechas ligeramente distintas. Según Emiliano Fernández, "en los años 1762-1763 aún no se conocía en Vascongadas la inoculación, dado que no se la menciona en el informe remitido a la Sociedad Bascongada de los Amigos del País por don Antonio de Carasa, con motivo de una epidemia de viruelas que afectó a Azcoitia. Diez años después se efectuaron los primeros ensayos de cierta extensión: en las tres provincias se inoculó a un total de 1.226 niños" (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 122-123).

En las biografías de los Ruiz de Luzuriaga se apunta que "en las tres provincias vascongadas en 1772 ya se habían vacunado 1226 personas sin que acaeciera otra muerte que la del hijo de Luzuriaga" (Usandizaga Soraluce, 1964, pp. 36). Dos años después, Francisco de Ocamica señala que "la primera inoculación de vacuna (en Vizcaya), se efectuó el año 1771 en Lequeitio, por el médico Luzuriaga, el cual la ensayó en 8 jóvenes de Ibarranguelua y en su propia hija de 14 meses. De las 1226 inoculaciones antivariólicas posteriormente realizadas en el Señorío, sólo tuvo consecuencias desgraciadas (no indica en que consistieron éstas), en la referida criatura, hija del doctor" (Ocamica, 1966, pp. 232).

Pese a las pequeñas contradicciones que, a veces, parecen confundir inoculación y vacuna, todo indica que la inoculación se practicaba de manera importante en el País Vasco y en un informe de 1784, la Real Sociedad Bascongada señala que había empezado a promover la inoculación hacia 1769, "escribiendo a muchos médicos del país de mejor nota, y más dispuestos a introducir esta novedad" (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 123). El proceso se acentúa tras la cruel epidemia que afectó a Vitoria los años 1783 y 1784 y que redujo la resistencia de los teólogos, muchos de los cuales autorizaron a padres que les consultaron a vacunar a sus hijos (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 123). Este mismo autor apunta que la inoculación y la vacuna se empezaban a generalizar a comienzos del siglo XIX, según consta en la contestación de Elgóibar a Tomás López (28 de agosto de 1800) y en las de Samaniego y Motrico para el censo de 1802 (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 123). José de Vargas, en 1805, califica de pasmoso el beneficio de la inoculación en Guipúzcoa (Vargas Ponze, 1982, pp. 164).

Esto no es óbice para que surjan críticas a este posible avance científico. En esta línea crítica hay que incluir la "Impugnación contra algunos médicos de Guipúzcoa y Vizcaya sobre materia de viruela e inoculación y también advertencias muy convenientes y avisos muy útiles a los padres de familia y otras personas...que da a luz don Francisco Ignacio de Luzuriaga, cura del lugar de Albeniz y teniente del arcipestrazgo de Aguilaz", fechado el 15 de agosto de 1775 y dedicado a la "Muy Noble y muy Leal Sociedad Bascongada, salud en Nuestro Señor Jesucristo, que es la verdadera salud" (16).

Mucho mayor interés cintífico tiene el documento en el que Francisco Manzón contesta a un antiguo alumno, que le consulta porque existían muchas opiniones encontradas, sobre las ventajas e inconvenientes de la inoculación en un texto firmado en Munguía el 20 de julio de 1784 (17). Manzón se inclina por practicarla tras su experiencia en la epidemia variolosa de Elgóibar en 1777 con numerosos fallecimientos. Propuso la inoculación pero fue muy poco aceptada por los vecinos por considerarla muy extraña. Para tratar de convencerlos, Manzón aplicó la inoculación con muy buen resultado a la única hija que tenía, proceso a partir del cual muchas madres que la visitaron se animaron a inocular a sus hijos, practicando este método personalmente a un total de 67 criaturas sin que ninguna falleciese. A esta cifra hay que añadir las inoculaciones que practicaron los cirujanos de la villa y las propias madres, superando en total el centenar y con sólo una herida al haber dejado una leve nubecilla en un ojo de una niña de dos años.

Francisco Manzón apunta que "perdieron de tal suerte el miedo a la inoculación, que las propias madres inoculaban a sus hijos, sin detenerse en que padeciesen sarna, lombrices, dentición, u otro efecto que pudiese contribuir al mal éxito de la inoculación, y aun yo mismo, obligado de los ruegos e instancias de una mujer, que no quería convencerse de las reflexiones que le hacía para disuadirla, inoculé una niña, que sobre estar cubierta de sarna, padecía una fiebre verminosa y estaba sobradamente extenuada".

En 1783 se presenta otra epidemia de viruela en Elgoibar y se inocularon muchas criaturas por el médico, cirujanos y madres, desconociendo Manzón la cifra. Experimentó la inoculación en Elgoibar y en el caserío Agues con buenos resultados para la viruela y el sarampión en algunos niños como el hijo de Pedro Martin de Larrumbide.

El 18 de febrero de 1784 se establece en Munguía cuando empezaba a difundirse la viruela en su anteiglesia. Manzón convenció a los padres de la necesaria inoculación de sus hijos: los tres de José Antonio de Aguirre, otros tres de Antonio de Elorza, dos de Manuel de Aróstegui, una de Juan Bautista de Landaluce, dos del caserío Legarda, una de Andrés de Bengoechea, etc., a los que frecuentemente inoculó dos o más veces mientras fallecían dos niños inoculados en los caseríos de San Janena de Masusteguis y en el Rementería de Villela. Manzón constata también los buenos resultados obtenidos en Plencia por el cirujano Juan de Goya pese al rechazo de algunos curas a este método. Con el visto bueno del reverendo padre Añibarro de Bilbao (religioso franciscano), Goya continuó sus inoculaciones en Plencia y Manzón propone que los médicos y curas dejen de criticar un método que ha salvado muchas vidas y que el gobierno llevase un registro riguroso de los fallecimientos y sus causas.

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NOTAS

1.- En algunas zonas de la actual Colombia, las viruelas causaban tanto pánico entre la población que, según el “Diario” de Mutis (13 de marzo de 1763), se abandonaba a los enfermos (Frías Núñez, 1992, pp. 30). Esta situación tiene cierta lógica si tenemos en cuenta que la epidemia de viruela de 1782 causó en Cartagena de Indias y localidades próximas unas 3.000 muertes de los 9.000 afectados, mayoritariamente de las clases sociales bajas (Frías Núñez, 1992, pp. 87).

    2.- Esta memoria se conserva en la Real Academia Nacional de Medicina de Madrid, signatura 1-3ª Pasillo 1-1, constando de 15 cuartillas a mano por las dos caras. La reproducimos casi integramente, tratando de eliminar las numerosas abreviaturas y las infinitas faltas de ortografía, algo habitual en los médicos de entonces y de siglos posteriores (Feo Parrondo, 1996, pp.40).

    3.- En un certificado realizado el 8 de febrero de 1785 como médico titular de la villa de Bilbao firma como Josef Ruiz de Luzuriaga (Usandizaga Soraluce, 1964, pp. 8).

    4.- En esta localidad vizcaína nace el 31 de julio de 1763 su hijo Ignacio María Ruiz de Luzuriaga, también eminente médico, cuya biografía (junto con la de su padre), realizó Usandizaga Soraluce hace cuatro décadas.

    5.- La epidemia de 1598 hizo que muriesen casi todos los vecinos (Madoz, 1847), afectando a diversas localidades vascas entre 1597 y 1601 (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 17), reduciendo el número de habitantes de Lequeitio de más de 1.600 a unos 300 que, a su vez, se vieron afectados por el estrago de la disentería de 1600 (Rodríguez, 1970, pp. 264-265).

    6.- Hacia 1930, Vizcaya y Guipúzcoa alcanzaban los 18 quintales de producción de trigo por hectárea, superando ampliamente la media española que no llegaba a 10. Asimismo, Guipúzcoa figuraba entre las provincias de mayores rendimientos en maíz y leguminosas, por el mayor reparto de la propiedad (Belausteguigoitia, 1932, pp. 36).

    7.- El proceso es paralelo al "desdoblamiento de caseríos en el siglo XVIII, en parte vinculado con la intensificación del sistema de cultivo que propició el maíz" (Ainz Ibarrondo, 2001, pp. 45) que, en 1775, suponía ya el 60% de la producción cerealícola (Ainz Ibarrondo, 2001, pp. 56).

    8.- En 1704, en Lequeitio, el 54'48% de los campesinos eran propietarios, cifra ligeramente por encima de la media provincial del 50'71% (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 256-258).

    9.- Junto con la pesca tenía notable importancia en los varones de Lequeitio el trabajo en la armada: en 1794 eran 96 los que se empleaban en la Real Armada, cifra sólo superada por los 174 de Bermeo y 128 de Plencia (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 380). Entre 1730 y 1779, habían fallecido unos 244 lequeitianos en otras zonas costeras españolas, pescando, en la Armada Real, de viaje a Estados Unidos, prisioneros en Inglaterra, etc., distorsionando las habituales causas de mortalidad (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 142).

    10.- Como contraste, a mediados del siglo XIX, Madoz señala que Lequeitio "disfruta de clima templado y muy sano" (Madoz, 1847, t. 10, pp. 199).

    11.- Estos datos suponen una mortalidad del 4%, porcentaje muy inferior al 14-15% que apuntan otros estudios sobre otras zonas de Europa y otros autores coetáneos como el doctor Bosch i Cardellach, Francisco de Cabarrús, etc. (Pérez Moreda, 1980, pp. 239-240), inferiores a su vez al 20-40% de fallecimientos en caso de viruela grave. Sorprende, asimismo, que la mayoría de los muertos tuviesen más de sesenta años cuando la esperanza de vida entonces era de 25-29 años (Pérez Moreda, 1980, pp. 145) y cuando sólo el 16'21% de los vizcaínos tenía más de 50 años en 1787 (Fernández de Pinedo, 1974, pp. 111). Además, en la mayor parte de los casos, causaba mayores estragos entre la población infantil (Balaguer, 1987, pp. IX), siendo un claro contraste con Lequeitio el ejemplo de la epidemia de primavera y verano de 1836 en Mallorca: los 42 fallecidos tenían menos de 11 años y 15 menos de 1 año, predominando las niñas (59’52%) frente a los niños (40’47%) (Fajarnes Tur, 1897, pp. 13, 35 y 36) aunque tal vez pudiera deberse a que la viruela atacó a los niños al mismo tiempo que el sarampión y la escarlatina, causando elevados estragos porque frecuentemente sólo se ponían remedios sanitarios para una de las tres enfermedades.

12 .- Todo parece indicar que se importó este método desde Turquía a Inglaterra a comienzos del XVIII y luego al resto de Europa y América, donde se aplicó con bastantes recelos (Frías Núñez, 1992, pp. 47, 54, 66 y 84). Voltaire comenta que si se hubiera practicado la inoculación en Francia se hubiera salvado la vida a varios millares de personas: concretamente, “veinte mil personas, muertas en Paris de viruela en 1723, vivirían todavía” (Voltaire, 1976, pp. 83) y apunta que fue uno de los enfermos y que “quizá dentro de diez años se adoptará este método inglés, si los curas y los médicos lo permiten” (Voltaire, 1976, pp. 83).

13 .- Este mismo autor señala que en Cartagena de Indias y otras localidades de Nueva Granada se produjeron inoculaciones en 1756-57 y 1782 (Frías Núñez, 1992, pp. 66 y 84).

14 .- Esta relación varía de unos autores a otros. Marcelo Frías incluye en ella, entre otros, a José de Luzuriaga (Frías Núñez, 1992, pp. 61). Emili Balaguer incluye entre los partidarios de la inoculación a Miguel Germán, Ignacio María de Luzuriaga, Francesc Salvá i Campillo...(Balaguer, 1996, pp. 32).

    15- Otros estudios de la segunda mitad del siglo XIX señalan que la viruela seguía causando estragos en León en 1862-1863 pese a que se habían vacunado bastantes personas, pero seguían sin existir datos fiables sobre la vacunación (Díez Canseco, 1863, pp. 18-19).

    16.- Se conserva en la Real Academia Nacional de Medicina de Madrid, signatura 1-3ª Pasillo 1-7, constando de 29 cuartillas a mano por las dos caras. No la analizamos por tener un enfoque exclusivamente religioso y no un carácter científico-sanitario. Carecemos de datos sobre su posible parentesco con los médicos Ruiz de Luzuriaga, partidarios de la inoculación.

    17.- El texto, de 19 cuartillas a mano por las dos caras, se conserva en la Real Academia Nacional de Medicina de Madrid, signatura 1-3º Pasillo 1-11.